Cumplimos con el ritual de
purificación en la fuente sagrada, Suiban-sha, dejamos atrás la biblioteca de
los sutras, pasamos la puerta Yomei-mon, que anunciaba la siguiente plataforma
y nos decepcionamos un poco al comprobar que la parte central de la puerta del
amanecer, Higurashi-mon, la estructura más importante, estaba en reparación y
cubierta de plástico. Sí se podían observar los magníficos paneles de sus alas
con representaciones de aves.
La siguiente puerta, la puerta
china, Kara-mon, sólo podía ser atravesada en su tiempo por quien tuviera la
categoría suficiente para reunirse con el shogun. También fantásticamente
decorada, daba acceso a los principales edificios del santuario, rodeados por
un muro de 160 metros, el Suki-bei, con hermosas celosías.
Hacia la derecha, uno de los
edificios estaba consagrado a la música y la danza sintoístas, el Kagura-den.
Junto al Kito-den, daban acceso a otra puerta por la que se ascendía hacia la
tumba. La gente paraba ante la pequeña figura tallada de un gato, animal
propicio que daba suerte. El bosque era más evidente en el ascenso. Rodeaba las
dependencias, las abrigaba, les daba el contrapunto. En el sintoísmo el entorno
natural es esencial.
La coexistencia de budistas y
sintoístas se evidenciaba en el Hoto, budista, y donde se guardaban los restos
del shogun, y el Haiden, sintoísta, que era el lugar destinado a las plegarias.
Es curioso que Ieyasu nunca visitó Nikko en vida. La elección de este lugar
como última morada se debió a la influencia de Tenkai, abad en aquella época
del templo Rinno-ji, que exaltó su sacralidad.
Una mujer rezaba ante un árbol
sagrado para buscar fortuna. El culto a los árboles es habitual en el
sintoísmo. Se cree que en ellos residen ciertos kami.
En el descenso, Javier me indicó
que el dragón que prestó su imagen a una popular marca de cerveza vivía en una
de las estancias del templo. Los dragones campaban a sus anchas, se agarraban a
los aleros, saludaban en las puertas con sonrisas fogosas, se deslizaban por
los techos sin dañar las tejas. Por cualquier lugar pululaban, menos terribles
que nuestros dragones de cuentos. Daban más miedo los devas apostados en las puertas.
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