Subí al autobús por primera vez
desde el 13 de marzo. Sólo viajábamos cuatro personas cubiertas con nuestras
mascarillas. Bajó Príncipe de Vergara a una velocidad impensable hace meses.
Me entretuve observando a la
gente en las aceras. Quizás regresaban a sus hogares. La calle estaba iluminada
por el fogoso atardecer y por todas esas criaturas en movimiento que animaban
la escena. Mi curiosidad era tanta como ante un improvisado espectáculo. Era la
novedad en esta primera fase de la desescalada y la inmersión en la nueva
normalidad.
La primera etapa era volver a
vernos. El lugar elegido era todo un emblema: El Retiro. Habían circulado por
el grupo imágenes significativas, lo que había animado a compartir fotos de
parques y jardines. Habían estado cerrados y recuperaban el pulso. El espíritu
de El Retiro debió de quedarse compungido y pesaroso al verse abandonado. “¿Qué
hecho para merecer esto?” quizá se preguntara.
Familias con niños eufóricos,
deportistas abnegados, paseantes de todas las edades alternaban el sol con las
sombras, se tumbaban sobre el césped, descansaban en los bancos. Destilaban
alegría. No escuchaba el habitual rumor del tráfico, sustituido por el trino de
los pájaros. Las sendas acariciaban con su frescura. Llevamos ya varios días de
calor y se agradecía el verdor que lo compensaba.
Nos reunimos frente a la Casa de
Vacas. Fui el primero y me acerqué al lago. Estaba tranquilo. Nadie navegaba por
sus aguas. Aquella inquietud me trajo recuerdos de varias etapas de mi vida en
poco más de un minuto.
La alegría fue inmensa al irnos
encontrando. Amagamos abrazos, darnos dos besos, retener el cuerpo ajeno. Se
impuso la prudencia e intercambiamos toques de codo. Nuevas oleadas, nuevos
arranques de felicidad. Porque Beatriz, Carmen, Mercedes, Silvia, Yolanda, José
Antonio y Juan, presentes en aquel momento, junto con Nines, Tomi y Jorge habían
sido los fieles compañeros de confinamiento. Las penurias unen mucho.
La idea era dar un paseo,
charlar, contarnos, aunque fuera atropelladamente, todo lo que se quedó en
nuestras mentes por culpa de las limitaciones de los medios tecnológicos, a los
que damos las gracias. Era imposible, pero por algún sitio debíamos empezar. No
teníamos excesiva confianza en encontrar una mesa para ocho en una terraza, un
bien tremendamente cotizado desde el lunes. Hubo suerte. Silvia detectó un
hueco, preguntó y acertó.
Nos quitamos las mascarillas. Me
pareció un gesto simbólico. Habíamos sido prudentes y cumplidores y el premio
era vernos las caras al completo. Beber la cerveza con mascarilla debe ser
complicado. El brindis selló el encuentro y fuimos conscientes de que empezaba
una nueva etapa.
Aunque quedaba mucho por hacer
habíamos iniciado el cierre del confinamiento.
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