Comentaba el otro día mi sobrino
Jose, mientras paseábamos por la tarde, que durante el confinamiento había
sufrido un bajón en su ánimo cada tres semanas. Revisé mentalmente mis tiempos
y concluí que la frecuencia había sido similar.
Nuestras circunstancias habían
sido diferentes, aunque el resultado era parecido. Él está habituado a salir,
yo soy más casero, aunque procuraba salir más días que los que me quedaba en
casa. Él ha pasado el confinamiento en familia, yo, sólo, aunque no en soledad.
Así podríamos ir desgranando factores para ponderarlos y darnos cuenta de que
las diversas combinaciones dan como resultado el deterioro mental.
Quizá cuando todo esto acabe
intentaremos que esta realidad que hemos vivido se pierda en los laberintos de
la memoria y se quede quietecita en lo más profundo, sin dar la plasta. Me
gustaría que aquellas sensaciones, hechos o acontecimientos agradables del
pasado aplastaran los malos rollos presentes y se impulsaran para saltar hasta
primera fila de nuestras mentes. O lo mismo podemos asignar ricos significados
a estas semanas malditas. No me gustaría perder las enseñanzas de este tiempo,
con lo cual es previsible que tenga que lidiar con lo malo que arrastran. Quien
quiera lo bueno tiene que admitir lo negativo.
Lo que me pregunto es cómo no vi
venir esos bajones de ánimo hasta que me tenían atenazado. Es probable que se
movieran de forma ladina y silenciosa, como en un asalto nocturno a una plaza
amurallada. O es que me fui autoengañando hasta que fue demasiado tarde para
recuperar el terreno perdido. Algo parecido a como se ha extendido la pandemia.
Al final, un virus es más sibilino que los cerebros más avanzados. Seres
básicos que fulminan a criaturas que se creen invencibles. Nunca hay que bajar la
guardia, aunque también hay que disfrutar. Siempre hay que buscar el punto
medio. El de la virtud.
Espero que alcen el
confinamiento antes de que vuelva a pagar el tributo de estos ramalazos de
depresión.
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