En los últimos tiempos, y mucho
más desde el confinamiento, he asistido a batallas verbales cargadas de tanta
intransigencia que han destruido amistades de muchos años.
La libertad de expresión es un
magnífico derecho, una gran conquista constitucional, aunque últimamente se ha convertido
en un arma arrojadiza que arrasa indiscriminadamente. Como ahora no podemos
reunirnos, la furia se ha trasladado a Whatsapp
o a las redes sociales. Y me recuerda aquello de “no te atreves a decírmelo
a la cara”. Cierto, en presencia, es probable que no ocurriera o que ocurriera
con otro desarrollo y quizá con la intervención apaciguadora de otros amigos.
Los grupos de Whatsapp pueden ser homogéneos y así
despotricar todos en el mismo sentido sin herir susceptibilidades. No es lo
habitual y la valentía en la expresión propia puede subir de tono y, de forma
incluso inconsciente, nublar el juicio y sacar lo peor de cada casa. La lengua
se dispara, en forma de toques sobre el teclado del móvil, y se genera ese
zafarrancho mucho más rápido de lo que habíamos imaginado. Cuando te
reincorporas al grupo se ha retirado el saludo más de uno.
En muchas ocasiones el motivo es
político. Las posiciones se han polarizado de forma extrema. Esas posiciones se
apoderan muchas veces de discursos ajenos y precocinados. Con las
susceptibilidades a flor de piel, y la gota que hace rebosar el vaso, se forma
la de San Quintín.
Hace unos días asistí a uno de
esos rifirrafes entre dos personas que me consta que son amigas desde hace
tiempo y lo son de corazón. Uno mandó un enlace donde se vertía una opinión que
se podía alinear como opuesta a la labor del Gobierno. La otra se revolvió y
mandó un mensaje que me dejó helado. También he de decir que propuso una
solución muy adecuada. Ya que ese grupo era diverso, mejor no mandar contenidos
políticos. En los días posteriores se llenó de mensajes de buena voluntad, de
unidad, y de ya-falta-menos o de lo
fantástico que va a ser el mundo tras el desconfinamiento. Estupendo, pero se
notaba una tensión subyacente por la posibilidad de que alguien, sin mala
voluntad, rompiera la tregua.
En ocasiones asistimos a
mensajes de personas que parecen estar en posesión de la verdad. Para ellas,
solo hay un discurso válido. Por supuesto, el suyo. Todo lo evaluarán mediante
un doble rasero, siempre positivo para los suyos y negativo para los vecinos.
Eso pone las bases para ir calentando el ambiente hasta que estalla. ¡Con el
buen rollito que destilan los anuncios de la televisión!
Autocensurarse no es bueno.
Tampoco dejarse llevar por los arrebatos. Hay que medir un poco las palabras y
ponderar la función de reenvío de estos medios de comunicación modernos.
Salirse del grupo es demasiado tajante. Bloquear en Facebook, también, aunque si no hay más remedio se hace. Porque en
redes la variedad es mucho mayor y el desconocimiento de la posición del otro,
inmenso. Y ahí la gente no se corta.
Me he ido protegiendo cada vez
más. La gente lleva poco cuidado y le encanta demostrar que sus ideas están por
encima de todo. ¡Vaya gallinero!
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