En línea recta alcanzamos el
foso y topamos con las murallas del castillo. Caminamos junto al foso lleno de
plantas acuáticas y dominado por el reflejo de las torres defensivas y, preguntando,
nos orientaron hacia la entrada.
El castillo de Edo, el antiguo
nombre de Tokio, se asociaba con la familia Tokugawa que, durante tres siglos,
dirigió los designios de Japón ejerciendo el Shogunato[1],
una especie de poder ejecutivo que dejaba el poder del emperador como simbólico
y centrado en los asuntos religiosos. Se podría hablar de una doble
capitalidad, Kioto y Tokio, la declarada y la efectiva. Tras la Restauración
Meiji de 1868, los asesores del emperador aconsejaron cambiar la capital a
Tokio, la capital del este.
La figura del emperador estaba
envuelta en divinidad. Su linaje se remontaba a siglos atrás y su primer
antepasado era la divinidad solar Amaterasu. Así aparecía en el Edicto Imperial
de declaración de guerra a Estados Unidos y Gran Bretaña: “Nos, Emperador del
Japón por la gracia del cielo, sentado en el Trono de una línea ininterrumpida
durante eras eternas”. Y esa idea estaba muy presente en el pueblo:
Desde la
más tierna infancia se enseñaba a los ciudadanos que su emperador era un dios,
que era el jefe espiritual de la nación; en resumen, que era divino y
omnipotente. El emperador de Japón (tenno
o sacerdote celestial) es en realidad un rey-sacerdote.[2]
Su poder ejecutivo era escaso,
con algunas etapas de fortalecimiento. Su poder era muchas veces reducido o
influenciado por un emperador retirado, que aún seguía ejerciendo el poder tras
haber abdicado o por un regente que llevaba las riendas durante la minoría de
edad del monarca.
Su poder religioso y simbólico
radicaba en ser el elemento legitimador del sistema. Curiosamente, los shogunes
(shogun se traduce como general que
somete a los bárbaros) nunca buscaron suplantar al emperador: se apoyaron en él
para gobernar. Y junto al shogun estaba el Bakufu, el gobierno de la tienda de
campaña, como sería su traducción, que funcionaba como el consejo de ministros
del shogun.
Era el eje de una “nación divina
que tiene como centro al emperador”, como afirmara el primer ministro Mori Yoshino
en 2000. “La familia imperial es la cristalización del esplendor y la belleza
de Japón”, según Teruo Yamaguchi. Por ello, morir por el país y el emperador
era la gloria más grande y, a veces, un deber religioso. Por ello, en el
momento de la rendición de Japón en la Guerra del Pacífico, un elemento
esencial fue mantener la figura del emperador, quien quedó exento de ser
juzgado. Japón sólo sería viable como nación si Hirohito seguía siendo
emperador. Si hubiera sido acusado, el sistema de sucesión del imperio se hubiera
visto implicado, lo que tendría consecuencias imprevisibles.[3]
[1]
El Shogunato Tokugawa abarcó desde 1600 hasta 1868.
[2]
Del libro Kamikazes, de Albert Axel y Hideaki Kase. Editorial La esfera de los
libros.
[3]
Es interesante la lectura de Kamikazes, de donde se han extraído estos textos e
ideas.
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