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Yo me quedo en casa 66. Besos enroscados.

Osiyan. Rajastán. India.

Salí a caminar después de cenar. A esa hora la gente va de retirada y las calles están más despejadas. La iluminación era tenue y el ruido prácticamente inexistente, casi un leve rumor.
Me llamó la atención una pequeña cola de personas frente a la farmacia. Los últimos eran una pareja. Se besaban con tanta intensidad que al principio creí que era una única persona en una postura rara. Paré, me giré y, con descaro, clavé la vista desde la otra acera. El beso había provocado que casi se enroscaran. Por eso mi confusión inicial.
Continué caminando. Aquel intenso beso me recordó los dos meses sin besos ni abrazos, la expresión física del amor. También del cariño o simplemente de la camaradería o la familiaridad. Sentí un dolor físico por la ausencia de esa corporeidad que está tan incrustada en nuestras costumbres.
El amor o el cariño en tiempos del coronavirus, en una simulación del título del libro de García Márquez, era un sentimiento sin elemento físico. Sentí una extraña sensación en el alma y en el estómago, en la espalda, a la altura del lugar donde presionan los brazos y los abrazos, en los labios, que tuve que mojar con mi lengua y rememorar besos pasados, tan ardientes, tan llenos de pasión como el de mis amantes enroscados. Besos dignos de escandalizar a la censura, beso s atornillo, como los de las estrellas de Hollywood, o besos suaves y tiernos, preámbulo de ternuras más íntimas y sensuales. Junté mis manos, lo único que podía remediar el tacto deseado y sublimado por días de confinamiento. Realmente, era una necesidad física
Mi cuerpo ya no pudo mantenerse ajeno al peso de la piel ajena sobre la mía propia. Seguí caminando, pero con la cabeza en otro lugar y el cuerpo acariciado por el frescor de la noche, como si hubiera arrojado el cielo un manto efímero sobre mi cuerpo necesitado.
Una levedad mística me acompañó en el paseo y me devolvió rostros amados, caras de personas queridas que permanecieron cerca y que no valoré por la abundancia del tacto en el pasado y que ahora rescataría dando cualquier cosa que me reclamaran.
Sentí que la debilidad se deslizaba por muy interior, se derramaba hasta las entrañas y trataba de atraer la fuerza de aquellos cariños que ahora me parecían extraños, perdidos en otro tiempo inmenso. Esa debilidad era delicadeza, era sutileza del tacto, del acto de amor meramente bosquejado para que el otro lo completara con sus trazos. Fie a lo vivido la obra plena que me removía desde dentro.
No era vacío, era plenitud dormida, era revitalizar los abrazos pretéritos hasta que pudiera renovarlos y que me habrán de acompañar por mucho tiempo.
Mi mente renovó la percepción latente, avanzó los abrazos futuros, situó en el presente una vida de amor que dosificara sus efectos al beber los estímulos inmanentes.
Los amantes enroscados me habían desvelado el misterio.

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