Leo una noticia que afirma que
España fue el país con menos sol de Europa y el norte de África entre el 15 de marzo
y el 23 de abril. Por eso creo que la poesía ha ocupado su lugar y es la que me
ha salvado.
Entre el mundo de oportunidades
que se abrieron con el confinamiento, el regreso a la lectura de poesía ha sido
uno de los más refrescantes. En los últimos años había comprado poca poesía y
esos escasos libros habían acabado arrumbados sin demasiadas oportunidades.
Estas semanas me han ofrecido tiempo para deleitarme con los versos con cierta
continuidad.
Lo primero que aprecié fue que
había perdido el don de la comprensión de la poesía. O quizá era el estado de
ánimo que requiere su lectura. Tomaba un libro, abría sus páginas, leía y no me
transmitía nada. Lo volví a intentar, esta vez sin adjudicarle los momentos
marginales del día, esos huecos de la basura en mis rutinas diarias. Me serenaba,
le daba tiempo y leía con pausa, releía, reflexionaba, regresaba un tiempo
después. La experiencia era inicialmente agradable. Después, gozosa. Me fui
animando y recuperé algunos libros a los que tuve que expurgar del polvo
acumulado. Soy alérgico al polvo y los ácaros, que se suelen acomodar en los
libros viejos o anchamente inutilizados.
Me encanta comprobar que los
versos cambian según el momento de la lectura, como los paisajes o las ciudades
a diferentes horas del día, o en diferentes estaciones. Me aportan paz, algo
tan necesario en estos días, me aportan color, tonalidades de sentimientos en
circunstancias grises. Me abren al campo, me llevan a las ciudades de la mano
(sin temor a contagiarme) y me introducen en las almas de personas desconocidas.
Son una experiencia lírica, plagada de belleza sincera, son brisa
rehabilitadora en espacio cerrado. Son tan necesarios como el pan nuestro de
cada día. Son el alimento del espíritu.
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