Un torii, una puerta ritual, marcaba el umbral que separaba lo mundano
de lo divino. Al traspasarlo se entraba en la renovación y la redención. Por
ello, caminamos hacia él con cierta solemnidad, observando lo que parecía un
signo caligráfico, un ideograma, uno de los elementos de la hermosa caligrafía
japonesa, un peculiar signo pi
asiático. Traspasado ese umbral, se ingresaba en el camino de purificación, en
el sando. Ese camino era una ancha
avenida del parque, flanqueada de altos árboles. Nos dirigía hacia el santuario
que honraba la memoria de uno de los emperadores más importantes de la historia
de Japón.
Matsuhito, que ese era el nombre
del emperador Meiji, subió al trono a la edad de 15 años, en 1867. Un año más
tarde caía el Shogunato y comenzaba la Revolución Meiji que sacó al país de la
época feudal y lo lanzó a su occidentalización y modernización. Si en Japón se
venera a los muertos, con mayor razón a quien hizo tanto por el país y era de
origen divino. Japón debía mucho de su bienestar a este emperador.
El primer signo de esa
confluencia de oriente y occidente la observamos en los barriles de sake y las
botellas de vino de Borgoña. El sake se utilizaba para fines rituales y era
habitual encontrar esos barriles en los accesos a los templos. Sus sacos
decorados con vistosos dibujos y caligrafía llamaban la atención del visitante,
bien ordenados y agrupados, como formando un mural o un friso.
Al otro lado se encontraban
grandes botellas de vino francés, lo que resultaba algo chocante y, desde
luego, único entre los templos que visitamos. Eran algunas de las botellas
regaladas al emperador, que tenía la costumbre de comer con vino, a la europea,
como uno más de los signos de occidentalización.
El emperador murió en 1912. Para
muchos marcaba el final de una época. Me impresionó saber que el general Nogi
se había suicidado ritualmente en honor a su señor en un gesto de lealtad del
pasado. En 1920 se construyó el templo, que contó con la ayuda de cien mil
voluntarios. Los más importantes quedaban también honrados con tablillas donde
figuraban sus nombres. Los bombardeos de finales de la Segunda Guerra Mundial lo
destruyeron y fue reconstruido en 1958.
Traspasado el torii construido con poderosos troncos
de árboles centenarios de Taiwán y arropados por los árboles alcanzamos la
puerta monumental de este templo sintoísta, el patio rodeado de un claustro y
el salón principal, todo caracterizado por la simplicidad de la religión
original de Japón.
Los visitantes nos mezclamos con
los peregrinos o los simpatizantes de este culto. Era habitual dejar una
petición en una tablilla colgada junto a otras muchas, o doblar un papel con
una plegaria y anudarlo en unas cuerdas que formaban un hermoso despliegue de
alas de papel. O encender unas varitas de incienso y dejarlas en un pebetero
después de una oración.
Un sencillo ritual de
purificación se repetía constantemente en los templos y santuarios. En la
fuente sagrada se lavaban las manos. Tomabas un cazo, lo llenabas de agua, la
vertías sobre la mano izquierda, luego sobre la derecha. Después, depositabas
un poco de agua en la mano izquierda y la llevabas a la boca. Nuevamente, agua
sobre la mano izquierda antes de lavar el cazo.
Ante el altar se depositaba una
ofrenda, unas monedas. Se realizaban dos reverencias, se daban dos palmadas y
se repetía la reverencia.
Observando el sencillo salón
principal y el patio interior imaginé la entrada de los novios en una de las
bodas que en este templo se celebraban o la procesión del Hatsu-mode en enero,
cuando un numeroso grupo de personas con el tradicional kimono recorría el sando, el camino procesional. Con el Año
Nuevo las gentes de la ciudad se aprestaban a visitar el templo para sus
primeras oraciones.
No accedimos al campo de lirios
que tanto gustaba a los emperadores. Allí se concentraban árboles de todas
partes del Japón.
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