Monasterio
Ura Kidanemehret. Etiopía.
Como a muchas otras personas me
han llegado multitud de mensajes que van delimitando los grupos de héroes y
villanos de esta pandemia.
Tenemos la tendencia a calificar
a alguien de bueno o malo, de héroe o villano, cuando la realidad es más
ambigua. Las personalidades son más complejas, los buenos caen en malas
acciones y los malos realizan gestos que denotan un corazón bajo una máscara
negativa. Nos gusta una novela, una serie o una película porque los personajes
son complicados, con aristas, en cierta forma imprevisibles, a pesar de que los
hallamos encasillado para una mejor gestión mental.
Me centraré en uno de esos
personajes vapuleados por los ciudadanos: Fernando Simón. El experimento es
susceptible de trasladarse a otros muchos personajes de esta nuestra historia
macabra. Que cada cual elija el objeto de su experimento.
En sus primeras comparecencias,
antes de que se decretara el estado de alarma, me pareció un hombre sensato. Me
resultaba curioso su aspecto (sin chaqueta ni corbata) y su voz cascada. Reconozco
mi simpatía en aquel momento. Su mensaje era tranquilizador en una situación
que cada vez generaba más nerviosismo.
Su figura se popularizó, como me
imagino que jamás le hubiera gustado que lo fuera, y le tuvimos diariamente en los
noticiarios. Cuando la pandemia se convirtió en este terremoto sanitario, los
memes y las críticas le cayeron de forma inmisericorde, entre el humor y la
indignación. Mi opinión cambió radicalmente y me dejé llevar por la tendencia
general. Malo, porque iba contra mi espíritu crítico.
El nuevo cambio de tendencia, en
ese movimiento pendular que busca el punto medio y una realidad más
equidistante, vino por medio de un mensaje de mi amiga Carmen, mujer de buen
corazón. Reivindicaba a aquel médico vocacional que ejerció casi más como
misionero que como médico en Burundi, en plena guerra civil, y que no abandonó
a sus pacientes del hospital de Ntita. Un hombre que sufrió un tiroteo por
conseguir medicamentos para esa gente de la que cuidaba me merece un respeto
especial. Doy por válida esa fuente.
Fernando Simón es un
epidemiólogo de primera categoría. No es un advenedizo. Desde 2012 es el
director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias. Eso
quiere decir que se ha mantenido en su puesto con gobiernos de diferente signo.
En definitiva, que es un experto, de espíritu generoso y bastante impermeable a
los vaivenes políticos.
Hay un elemento que me
descoloca. Al hilo de las manifestaciones del 8 de marzo, ante las cámaras,
afirmó que autorizaría a su hijo a acudir a la misma. Un padre jamás
autorizaría a un hijo a acudir a un acto que considerara pudiera ser
perjudicial para su salud. Recordemos que Simón también se ha contagiado con el
virus. Entiendo que estaba convencido de que el peligro era menor, aunque no
cuadra con la información de la que disponía el Ministerio de Sanidad.
En mi opinión, le están
imponiendo el guion y quizá no se desmarca porque aún cree en el proyecto que
comanda, que aún es útil en su puesto. Podría dimitir y seguro que le
ofrecerían un trabajo menos expuesto a las iras mediáticas y con un sueldo
sensiblemente mayor. No lo hizo con sus pacientes de Burundi ni lo hará con los
de España. Qué más corre por su cabeza lo ignoro y no lo aventuro.
Realizo esta reflexión sin tener
claras mis conclusiones. Quizá lo mejor es dejar el final abierto, como en
muchas novelas o películas, y que cada uno saque las suyas.
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