Durante el confinamiento he
establecido rutinas y disfrutado rituales. Las rutinas aportaban seguridad y
mantenían mi equilibrio emocional. Los rituales me han dado satisfacción.
Como persona que vive sola y que
está habituada a teletrabajar, el sistema de rutinas fue importante desde el
principio. Mantuve esencialmente las anteriores con algunos ajustes. Durante la
semana laboral abundan esas reiteraciones en mis actos. En los fines de semana
potencio los placeres.
He mantenido horarios, como el
de levantarme (también remoloneaba algún día en la cama antes, cuando mi agenda
me lo permitía), la hora de comer, o continuar por la tarde tras una breve
siesta. Entre las siete y las ocho de la tarde ejecutaba las tablas de
ejercicios diseñadas por mi entrenador personal, alternando fuerza, resistencia
y mantenimiento. Al finalizar, ritualizaba los estiramientos y la relajación.
Después de cenar leía un poco, escuchaba música o veía la televisión (qué
remedio). Por supuesto, nada de salir a dar un paseo o tomar algo con la
familia o los amigos.
En los fines de semana me
consagraba a la escritura, que había practicado a ratos entre semana. Ritualizaba
mi creatividad, dejaba vagar mis pensamientos con el bagaje de la semana y,
poco a poco, ellos se organizaban y encajaban para escribir algo decente,
coherente o, incluso, atractivo. Era mi válvula de escape, lo que impedía pasar
a la etapa de la locura.
También escuchaba música más
tranquilamente, más concentrado, rescatando discos y canciones arrumbados en el
baúl de los recuerdos, que diría Karina. Me tumbaba en el sofá, cerraba los
ojos y dejaba penetrar profundamente el sonido en mi interior.
Antes de todo este terremoto
vital, en los fines de semana, comía en casa de mis hermanos y procuraba cenar
con los amigos. Al resultar imposibles esos planes, rescaté mis recetas,
aquellas que me encantaron y que dejé de ejecutar por diversas razones. Una de
ellas, la vagancia. Otra, la necesidad de compartir. Una de esas recetas era la
paella.
Desde tiempos de mis padres, la
paella formaba parte de los rituales del domingo. Mi madre, murciana, la hacía muy
rica. Esa receta suya es la que he heredado. ¿Cómo es que no le pones conejo ni
verduras? ¡Que le pones langostinos! ¡Vaya herejía! Sí, quizá lo sea. Con las
paellas pasa como con el gazpacho o el cocido: hay tantas fórmulas como
familias. Y en mi familia el arroz con pollo de la Yayita (denominación que
establecieron mis sobrinos) es el que ha captado nuestro corazón. Sin rechazar
otras recetas y preparaciones, que estamos abiertos a todo.
Nunca había preparado una paella
para mí solo. En los restaurantes es plato, al menos, para dos. No me arrugo
por ello. Frío el pollo, cueco los langostinos, guardo su caldo. El sofrito
sencillo: ajo y tomate. Añado el arroz y el caldo y lo pongo a fuego vivo. El
primer placer que experimento es cuando la cocción cambia los colores y produce
una transmutación que me recuerda a un proceso alquímico. Después, el caldo se
absorbe y la paella se muestra como un mandala, los langostinos formando un
símbolo solar. Al inhalar el aroma me siento ante la rueda de la vida.
Abro una botella de vino, dejo
que el olor alcance todos los rincones de la casa (¡qué mejor ambientador!)
para que me recuerde fugazmente la experiencia iniciática. Saboreo la paella y
me elevo a los cielos. Me induce una siesta épica.
Y el martes paladearé la versión
2.0.
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