Tokio es una ciudad de barrios. Los
barrios tradicionales se designan con el término shitamachi. Oficialmente, tiene una población de unos doce millones
de habitantes. Si se suman los del área metropolitana pasa a los treinta y
cinco millones.
La megaurbe es realmente una
suma de otras ciudades, esos inmensos barrios en que se trabaja, se compra, se
circula o se pasea, aquel que tiene esa suerte. Por ello, es conveniente buscar
un hotel cerca de una estación de metro y, casi mejor, del tren. Vamos, que
acertamos con el nuestro de Shinjuku. La línea Yamanote circunvalaba los
principales lugares.
Intentar ir de uno a otro barrio
o distrito andando era una quimera o era absurdo e inviable. Era preferible
aprestarse a sumergirse en el metro, mezclarse con el pueblo, apelotonarse en
hora punta, con ayuda de los compactadores de personas en las estaciones y
recorrer la ciudad. El autobús era menos aconsejable por los atascos.
Tomamos nota de aquel consejo.
Desayunamos contemplando la
espalda y las fauces abiertas de Godzilla, el cielo claro de Tokio y las
noticias deportivas de la CNN. Habíamos descansado razonablemente bien, nos
habíamos levantado a las ocho de la mañana y habíamos ingerido una cantidad
escandalosa de calorías. El desayuno del buffet occidental era la mejor de las
bienvenidas.
Sacamos un mapa y una de las
guías y trazamos el recorrido que queríamos hacer. Activaríamos el JR Pass y saltaríamos
de uno a otro barrio.
Nuestra zona estaba tranquila:
no pululaban ganchos ni lolitas ni lanzaban mensajes los neones. Hasta el cruce
de nuestra calle peatonal con una avenida ancha (lo marcaba una tienda Don
Quijote, una cadena muy extendida por la capital) no se condensó una masa
humana suficiente para recordarnos que estábamos en Tokio. En la estación el
ajetreo era razonable, aunque enorme para una mañana de domingo. El tren nos
llevó hasta Harajuku.
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