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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés 13. La primera mañana. Hasta Harajuku.



Tokio es una ciudad de barrios. Los barrios tradicionales se designan con el término shitamachi. Oficialmente, tiene una población de unos doce millones de habitantes. Si se suman los del área metropolitana pasa a los treinta y cinco millones.
La megaurbe es realmente una suma de otras ciudades, esos inmensos barrios en que se trabaja, se compra, se circula o se pasea, aquel que tiene esa suerte. Por ello, es conveniente buscar un hotel cerca de una estación de metro y, casi mejor, del tren. Vamos, que acertamos con el nuestro de Shinjuku. La línea Yamanote circunvalaba los principales lugares.
Intentar ir de uno a otro barrio o distrito andando era una quimera o era absurdo e inviable. Era preferible aprestarse a sumergirse en el metro, mezclarse con el pueblo, apelotonarse en hora punta, con ayuda de los compactadores de personas en las estaciones y recorrer la ciudad. El autobús era menos aconsejable por los atascos.
Tomamos nota de aquel consejo.
Desayunamos contemplando la espalda y las fauces abiertas de Godzilla, el cielo claro de Tokio y las noticias deportivas de la CNN. Habíamos descansado razonablemente bien, nos habíamos levantado a las ocho de la mañana y habíamos ingerido una cantidad escandalosa de calorías. El desayuno del buffet occidental era la mejor de las bienvenidas.
Sacamos un mapa y una de las guías y trazamos el recorrido que queríamos hacer. Activaríamos el JR Pass y saltaríamos de uno a otro barrio.
Nuestra zona estaba tranquila: no pululaban ganchos ni lolitas ni lanzaban mensajes los neones. Hasta el cruce de nuestra calle peatonal con una avenida ancha (lo marcaba una tienda Don Quijote, una cadena muy extendida por la capital) no se condensó una masa humana suficiente para recordarnos que estábamos en Tokio. En la estación el ajetreo era razonable, aunque enorme para una mañana de domingo. El tren nos llevó hasta Harajuku.

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