El fin de semana me dejó buenas
sensaciones. Las sensaciones de los primeros paseos desde que se impuso el
confinamiento.
La semana anterior había perdido
el equilibrio. El breve caminar con que alargaba mis gestiones para realizar la
compra había sido insuficiente. Me daba el sol, me revitalizaba un poco. Pero
tenía mono de salir con mayor libertad.
El momento del cambio de tendencia
fue el sábado. Aun tuvimos que soportar la frustración del viernes, festivo y
alumbrado por un sol brillante. Además, no abundaban las excusas para salir. El
sábado me levanté temprano, a las 8.15. Desayuné y salí de casa. Encontré
bastante gente, aunque bastante ordenada, paseando, respetando las distancias.
Si hubiera caminado por calles secundarias hubiera palpado otra vez la calma.
Más o menos la mitad de los transeúntes no llevaban mascarilla, yo entre ellos,
lo que suponía una falta de respeto hacia los otros. Me conjuré para comprarlas
tan pronto como fuera posible. Ahora estaban disponibles en las farmacias y
podían ser más necesarias.
Volví a salir a las ocho de la
tarde. Demasiada gente tuvo la misma idea. Por las calles principales me
recibieron auténticas aglomeraciones. Puedo entender que las familias que han
compartido confinamiento relajen las distancias, no el resto. Los jóvenes
habían salido en masa para pasear con sus amigos sin tomar ninguna precaución.
Prometí no volver a salir a esa hora.
Los comentarios de mis amigos y
de mi familia seguían la misma línea: aglomeraciones y descontrol. En la Gran Vía
el caos fue total. La policía tuvo que intervenir para neutralizar treinta
botellones. Si esta era la forma de entrar en la fase cero, jamás llegaríamos a
la segunda y el Gobierno se vería obligado a declarar el estado de emergencia,
más severo que el de alarma, aunque el de alarma que vivimos es más cercano ya
al de emergencia.
Me aventuré nuevamente a las 9.30
de la noche del domingo. La temperatura era deliciosa, un ligero frescor
acariciaba la piel. Iba en camiseta. Esa ligera brisa en el rostro me recordó
la libertad. La calle estaba transitada, aunque sin apreturas. Los grupitos
eran pequeños, percibí algunos incumplimientos, nada preocupante. Me sentí
rejuvenecido.
El invitado inesperado fue el polen.
Soy enormemente alérgico al de los plátanos de indias. Cuando llego a una zona
donde están plantados empiezo a estornudar y toser, casi alcanzando un ataque
de asma. En las circunstancias actuales te miran como a un apestado, a un
contagiador, un ser del que hay que alejarse. Las horas destinadas para los
paseos suelen ser las horas más fastidiosas para los alérgicos. A ver si ahora
que se puede romper legalmente el confinamiento lo va a jorobar todo el polen y
la alergia.
Como diría Julio Iglesias (y
otros filósofos) unos que vienen y otros que se van. Regresa la libertad. Se va
Ulises, de Joyce. Por fin lo he terminado.
Es como si hubiera superado una reválida literaria. Otra pequeña liberación.
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