La escena debió ser curiosa
porque desde aquel instante continué la excursión con un pequeño enjambre de
algo más de una docena de orientales que no paraban de preguntar, sonreír y
decir wakaranai -no entiendo- cada vez
que les preguntaba algo. No entendían el inglés. Tampoco un chaval al que
requirieron para que viniera y tradujera. Sabía alguna palabra pero poco más.
Aquello empezaba a ser mucho más divertido de lo que hubiera imaginado.
En la siguiente isla en que
desembarcamos me otorgaron el título de guía. Yo llevaba mi plano y tenía claro
qué quería ver en un pueblecito en la falda de una montaña que terminaba en la
bahía del puerto. Mi grupo fue engordando para pasmo del resto de los
componentes de la excursión. Eran gregarios. Incluso me puse a regatear en su
nombre cuando se lanzaron a comprar cerámica y algún souvenir. Les ahorré una
pasta. Comprobé que varios comerciantes hablaban un japonés bastante aceptable,
para mi sorpresa.
Por la noche, nuestros destinos
se separaron. Con la chica que había realizado el primer contacto y con la que
más trato tuve, intercambiamos nuestras direcciones y nos carteamos durante un
par de años. Alguien la debía ayudar en sus cartas en inglés.
Un día recibí una carta con una
postal plastificada con una foto de una pareja de recién casados. Todo el texto
venía en japonés. Con ella cesó nuestra relación epistolar.
Era el momento de confirmar los
rasgos que había imaginado en el japonés medio y en las tribus urbanas.
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