Mi primera experiencia con
japoneses fue allá por noviembre de 1988. Curiosamente, ocurrió en Grecia.
Una de las excursiones que había
contratado desde Atenas era un pequeño crucero por las islas más cercanas,
Poros, Hidra y Egina. La excursión salía de El Pireo.
El autobús que me había recogido
en el hotel con otros turistas nos depositó en el muelle ante el imponente
barco. Me entretuve un poco sacando unas fotos del puerto y del barco y después
subí al mismo. Esta circunstancia fue la que me puso en contacto, sin quererlo,
con los japoneses. Al subir asignaban una tarjeta con un color. El color
establecía el orden de desembarco y el turno de comida. Cuando llegó el momento
de almorzar, se fueron los que me acompañaban y me encontré solo. Me entretuve
paseando por el barco hasta el momento de entrar al comedor.
Cuando entré, para mi sorpresa,
estaba lleno de orientales. Busqué con la mirada por si encontraba a alguien
mínimamente conocido: nada. Me dispuse a comer rápido y a salir a cubierta.
Me senté con mi bandeja en el
extremo de una mesa amplia. Al cabo de unos minutos la mesa estaba llena de
jóvenes japoneses. Me concentré en mi comida hasta que escuché algo parecido a from. Levanté la cabeza y contemplé a
tres encantadoras japonesas de unos veintitantos años-no tenía experiencia en
el cálculo de la edad de los orientales- que me sonreían y señalaban hacia mí
repitiendo la palabra. Yo respondí: Spain.
Mi respuesta despertó un gran
alborozo, quizá porque entraban en comunicación con un occidental. A partir de
ese momento me relajé, me olvidé de la comida y me concentré en intentar
entenderme con mis nuevos amigos. Estaba claro que me habían adoptado como
mascota.
Esos esfuerzos no siempre
fructíferos que se ilustran en las películas entre el colonizador y el indígena
fue algo parecido a lo que me ocurrió. Seguí el protocolo, les dije mi nombre,
lo intercambiaron con los suyos, nos localizamos geográficamente y salimos a
cubierta.
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