El taimado enemigo se hace
invisible, se filtra por donde nadie lo espera, se agazapa en los lugares más
insospechados y ataca a traición. Lo facilita su tamaño microscópico, el
desconocimiento sobre su entidad, sobre sus características, sus tácticas para
invadir y permanecer al acecho hasta que es demasiado tarde. Está ahí, se sabe
fuerte. Sin embargo, será derrotado.
El virus destruye nuestra forma
de vida, altera nuestros hábitos, se lleva nuestras ilusiones, nos deja sin
musas. Y no parece que tenga demasiadas intenciones de soltar su presa a corto
plazo. Hasta que las salvemos, habrá que acudir a otros estímulos del alma.
Ese ladrón nos ha robado los
abrazos, los viajes, las calles animadas con los paseantes, los bares reuniendo
en torno sus mesas a las familias y los amigos, los planes sociales, el cine,
el teatro, los conciertos, las exposiciones. Nos ha robado nuestra inspiración.
Tardaremos en regresar a la
normalidad, en rescatar nuestras musas, a que el miedo no las aleje, a que la
vida recupere su sentido y no sea un discurrir insensato de horas y días.
Mientras, nos queda el canto de
los pájaros, las conversaciones de una a otra ventana, de uno a otro balcón, a dos
metros de distancia en un encuentro aleatorio en la calle, la lectura de un
buen libro (del que no te acordabas porque nunca tenías tiempo), la música que
te entusiasmó en el pasado, los juegos con los niños, las reflexiones serenas,
la cocina sin prisas, la gimnasia en el salón (que nunca creíste que fuera
posible), las vídeollamadas y vídeoreuniones con los rostros de amigos y
familiares sonrientes, el silencio que se enseñorea en la casa porque ha cesado
el tráfico desquiciante, el aire más sano que se cuela por la ventana, las
ideas que saltan con fuerza en la mente.
Tiempo de transición. Las musas
fueron raptadas. Pero nunca se olvidarán de ti.
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