Nikko, lugar de peregrinación durante
siglos, fue el lugar elegido por el primer y el tercer shogun del clan Tokugawa
para su retiro definitivo. El primero, Ieyasu, que completó el proceso de
unificación del país al inicio del siglo XVII y que ascendió a la categoría
divina, murió en 1616 a la edad de 75 años y expresó su voluntad de ser
enterrado en un nuevo santuario en la Montaña Sagrada. En los años posteriores,
los daimios o señores del país, compitieron por realizar las mejores ofrendas a
su jefe muerto. Uno de esos daimios, Masatsuna Matsudaira, que se encontraba en
la ruina, se ofreció a plantar criptomerios, cedros japoneses, en el camino
hasta Nikko. A lo largo de veinte años plantó trece mil ejemplares, muy juntos,
para que no se le pudiera acusar de tacaño, y formaron una extraordinaria
avenida de 40 kilómetros con un fuerte carácter iniciático. Tras casi cuatro
siglos de crecimiento, parecía un ejército de gigantes a la espera de que su
divina autoridad les pasara revista.
La subida desde la estación no
era muy dura (unos 20 minutos andando) pero la lluvia arreciaba, el viento
arrancaba los paraguas y un taxi apareció para salvarnos de las inclemencias.
Así, subimos por la calle principal del pueblo, por el último tramo del camino
de criptomerios y cruzamos el río hasta el santuario Tosho-gu.
Una leyenda ilustraba la
presencia del puente sagrado sobre río Daiya. Corría el año 766, durante el
período Nara, cuando el monje budista Shodo Shonin, atraído por la sacralidad
de la montaña, intentó cruzar con un grupo de discípulos el río de aguas bravas
y turbulentas. Se lamentó de su desdicha con grandes gemidos, a lo cual acudió
desde el bosque una serpiente roja de enorme tamaño que se arqueó y tendió para
formar un puente. El monje y su séquito cruzaron sobre su lomo. Al darse la
vuelta en la otra orilla para dar las gracias, la serpiente se había
desvanecido. En su honor se construyó el puente, que fue lacado de rojo y que
sólo puede atravesar el emperador. Nosotros cruzamos por el más terrenal, de
piedra.
Probablemente el lugar fue
sagrado para los sintoístas desde mucho tiempo antes de la llegada de los
budistas, lo que provocó el interés de estos por captarlo para su credo. Con el
tiempo, aquel lugar apartado, ideal para la meditación y el ascetismo, se fue
poblando de templos y santuarios. Incluso varios miembros de la familia
imperial fueron nombrados abades del lugar. Ello aceleró la prosperidad de los
templos.
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