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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés 32. Hacia Nikko.



Elegimos para la excursión a Nikko un lunes. Ese día cerraban la mayoría de los lugares que queríamos visitar en Tokio, como templos y museos. Después de la calma relativa del fin de semana, el ajetreo del día laboral era brutal: las calles estaban atestadas de personas en movimiento.
La línea Chuo de Japan Rail, la transversal a la de circunvalación, la Yamanote, estaba cortada como consecuencia de un accidente. Quizá fuera uno de los sabotajes que se produjeron en aquel mes de agosto de los que tuvimos conocimiento al finalizar nuestro viaje. Por ello, tuvimos que optar por la Yamanote, de trayecto más largo y más lento, para alcanzar Tokio Station y tomar el Shinkansen, el tren bala, hasta Utsonomiya.
Los 45 minutos que duraba el primer tramo del viaje fueron de concentración urbana, en una primera fase, y de bosque y campo verde, en la segunda. El trasbordo a la Nikko Line para el segundo tramo, de media hora, fue rápido y nos brindó la posibilidad de contemplar un mundo rural de campos de arroz y pequeños pueblos, todo envuelto en la lluvia y la niebla, que nos acompañaron toda la jornada como amigas fieles. Aunque condicionaban nuestra visita, aportaban un toque de misterio y melancolía al paisaje.
Un refrán japonés afirma que quien no ha visto Nikko que no use la palabra maravilla. Lo encontré en el texto de Vicente Blasco Ibáñez (Japón, ya mencionado anteriormente) y me pareció que tenía mucha razón porque el lugar era de una especial belleza, una especial magia y un poderoso ascetismo. Era una de las visitas necesarias.

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