Elegimos para la excursión a
Nikko un lunes. Ese día cerraban la mayoría de los lugares que queríamos
visitar en Tokio, como templos y museos. Después de la calma relativa del fin
de semana, el ajetreo del día laboral era brutal: las calles estaban atestadas
de personas en movimiento.
La línea Chuo de Japan Rail, la
transversal a la de circunvalación, la Yamanote, estaba cortada como
consecuencia de un accidente. Quizá fuera uno de los sabotajes que se
produjeron en aquel mes de agosto de los que tuvimos conocimiento al finalizar
nuestro viaje. Por ello, tuvimos que optar por la Yamanote, de trayecto más
largo y más lento, para alcanzar Tokio Station y tomar el Shinkansen, el tren
bala, hasta Utsonomiya.
Los 45 minutos que duraba el
primer tramo del viaje fueron de concentración urbana, en una primera fase, y
de bosque y campo verde, en la segunda. El trasbordo a la Nikko Line para el
segundo tramo, de media hora, fue rápido y nos brindó la posibilidad de
contemplar un mundo rural de campos de arroz y pequeños pueblos, todo envuelto
en la lluvia y la niebla, que nos acompañaron toda la jornada como amigas
fieles. Aunque condicionaban nuestra visita, aportaban un toque de misterio y
melancolía al paisaje.
Un refrán japonés afirma que
quien no ha visto Nikko que no use la palabra maravilla. Lo encontré en el
texto de Vicente Blasco Ibáñez (Japón,
ya mencionado anteriormente) y me pareció que tenía mucha razón porque el lugar
era de una especial belleza, una especial magia y un poderoso ascetismo. Era
una de las visitas necesarias.
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