En Shinjuku cenamos tras una
breve búsqueda de un local que ofreciera tempura[1],
un antojo de Javier al que nos adherimos todos. Charlamos poco en la cena:
estábamos fundidos.
En Japón se podía comer barato,
gustoso y rápido en casi cualquier sitio. El país contaba con unos 160.000
restaurantes y casas de comidas. Había costumbre de comer fuera, lo que
permitía una gran afluencia de público, masa crítica que permitía abaratar los
precios. Comer por 1.000 o 1.500 yenes (entre 8 y 12 euros) era fácil. La
cerveza disparaba el importe de la comida ya que estaba sobre los 400 ó 600
yenes.
No era infrecuente que quien
atendía en el restaurante fuera de edad avanzada.
Para los rezagados de la noche
se abrían varias posibilidades de descanso. La primera era gastarse una pequeña
fortuna en un taxi para volver a casa cuando el metro y el tren habían cesado
en el servicio. El metro cerraba a las 12 de la noche, según la guía, aunque no
apuramos tanto ningún día.
La segunda podía ser prolongar
la juerga en un karaoke hasta el amanecer. Contratabas un free time y hasta que el cuerpo aguantara o cerraran. Creo que
hasta las cinco de la mañana podías permanecer cantando.
La tercera podía ser algo
incómoda: el cyber. Por una cantidad moderada podías quedarte a dormir en un
cybercafé. En qué condiciones, lo desconozco.
A varias manzanas de nuestro
hotel se encontraba una de las opciones más curiosas y originales: los hoteles
cápsula. Los habíamos visto en la televisión en uno de esos programas de
viajeros por el mundo (no recuerdo la cadena) aunque los asocio con la
expresión de claustrofobia de Ángel, un amigo de José Ramón, alto ejecutivo de
una auditora y consultora internacional. Nos reunimos con él unas semanas antes
de nuestra salida. Aún recuerdo la expresión de su rostro y el movimiento de
sus brazos cuando reproducía su experiencia. Todos los que lo utilizaban
aquella noche eran extranjeros.
No estaban mal montados. Ofrecían
baños compartidos, sala de juegos para dejarse la pasta y aplazar el ingreso en
la cápsula (que me recordaba a las cámaras para hacerte una resonancia magnética)
y otros servicios según las categorías.
Eran exclusivamente para
hombres, supongo que para evitar contubernios o escándalos. ¡Menuda perversión
en un lugar tan pequeño! Les podrían llover reclamaciones por los síncopes o
los tirones de los clientes.
La cápsula estaba montada con
todos los detalles que uno esperaba de una habitación de hotel: televisión,
música, películas, una lamparilla para leer... incluso se podía dormir.
Menos mal que teníamos un buen
hotel. El sueño fue reparador.
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