El castillo original fue
destruido en la Segunda Guerra Mundial. Quedaron los fosos, las murallas y las
plataformas y algún edificio o pabellón. Con razón se convirtió en un amplio
espacio verde, donde se ubicaban los Jardines del Este, una parte de ese
espacio. Las zonas dedicadas a la residencia del emperador se reconstruyeron y
permanecían inaccesibles al público salvo el día de su cumpleaños, el 23 de diciembre,
y el 2 de enero.
Cruzamos el foso, entramos por
la puerta Ote-mon y visitamos el
salón Sannomaru Shozokan de las
colecciones imperiales donde se exhibía una colección de rollos de mano
ilustrados con miniaturas que acompañaban el texto de cuentos y crónicas.
Algunos eran de origen chino pero la mayoría eran japoneses y mostraban una
tradición que nació en el periodo Heián, en el siglo X, cuando nacía la
literatura japonesa.
Los temas eran variados, con
escenas palaciegas, luchas, batallas, jardines o escenas cotidianas de
extraordinaria belleza y perfección que ayudaron a popularizar aquellas
historias. Tanto nos gustaron que compramos alguna reproducción en un pabellón
que se había acondicionado para el descanso de los visitantes y como tienda.
Sencillas construcciones de
madera fueron los puestos de guardia junto a las murallas. El camino ascendía
hacia lo que fue la parte noble del castillo. La extensa pradera que
contemplábamos estuvo poblada por aquella administración del Shogunato. La
reconversión en jardín de diversas especies, como té, rosas, bambú o cerezos
hacía irreconocible su anterior función militar y burocrática.
Mis compañeros de viaje
comentaron que las grandes rocas con las que se habían construido las murallas
y las plataformas parecían talladas por los incas. El encastre era casi
perfecto y cuando detectábamos alguna grieta bromeábamos diciendo que la habían
construido los incas desechados para las construcciones en Perú.
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