Arturo comentó que quien no
tuviera un anuncio o un rótulo en Shinjuku no era nadie. No le faltaba razón.
El barrio era una orgía de carteles y neones, la caligrafía japonesa al
servicio de la publicidad. Los luminosos sobresalían en las fachadas. No
entendíamos la maraña de ideogramas, con lo que nos saturaban menos sus
mensajes.
Abundaban en la publicidad los
rostros de mujeres jóvenes y cierto mensaje infantil, una estética aniñada,
naïf. La masa miraba escasamente a los carteles y rótulos. Para nosotros eran
decoración urbana.
El lado este de la estación de
Shinjuku era el dedicado al ocio. Kabukicho, nuestra zona, se dejaba invadir
por ávidos compradores. Era el barrio que nunca dormía. Era también barrio de
prostitución y de juergas.
Regresamos al hotel. La
presencia de una reproducción de Godzilla a tamaño gigante en la terraza de la
octava planta, asomado enseñando los dientes en actitud feroz, nos daba cierta
tranquilidad. ¡Qué mejor forma de estar defendidos! Hasta allí subían los niños
para hacerse fotos con él. En el fondo, era un buen chaval y sabía que los
críos se deleitaban con su presencia.
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