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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés 5. Presentaciones.



Es el momento de presentar al resto del grupo.
Si José Ramón hubiera sido japonés sería samurái: leal, recto, guerrero al servicio de una idea superior. Llevaría katana, un elemento que al final del viaje produjo una anécdota curiosa. Le imagino con moño y un kimono que le dieran solemnidad, serio y con el rostro concentrado, el pensamiento filosófico.
En realidad, José Ramón es un buen conversador, profundo, aunque con un fácil recurso al buen humor. Persona de iniciativa y madera de líder. Actuó como eficaz tesorero.
Fue al primero que conocí hace ya casi dos décadas.
Si Javier fuera japonés me lo imagino como jefe de protocolo del emperador o de un señor feudal, de un daimio, siempre eficaz, admirado por su cultura, consultado sobre los detalles para hacer más agradable la vida.
En la realidad, Javier es un tío culto, tan buen conversador como Arturo y José Ramón, siempre dispuesto a agradar, buen organizador de viajes, un excelente aglutinador de personas, sentimientos y voluntades. Otra cualidad común con el resto del grupo es su buen humor. No le he escuchado un mal comentario ni una queja. Su pasión son los trenes.
Javier y José Ramón se conocen de tiempos del colegio. Los dos son expertos en cocina japonesa. Nos alimentaron bien.
Si Arturo fuera japonés sería consejero en una corte, imperial o feudal. Su señor apreciaría la sabiduría de sus comentarios, breves y exactos. Seguro que los señores se disputarían sus servicios. A ninguno halagaría de forma gratuita. No lo necesitaría para ganarse su respeto.
En la realidad, Arturo es una de esas personas que todo grupo desearía incluir en sus filas como un muy cualificado gregario que ofrece ese comentario pertinente y acertado y que nunca saca los pies del plato. Sería un excelente compositor de haikus.[1]
Fue nuestro jefe de mapas. Siempre nos orientó por el camino adecuado.
En la antigüedad, los japoneses creían en la identidad espiritual de las palabras y en su poder. El espíritu verbal se ocultaba en ellas y, al pronunciarlas, dentro de un contexto, podían causar la suerte o la desgracia de las personas. "Si el alma de la palabra tenía ese efecto decisivo en la vida real de los hombres-escribió Kayoko Takagi en el estudio previo a El cuento del cortador de bambú-es muy probable que la gente por el temor a que se pusiera en vigor el poder mágico negativo evitara mencionarla. Cabe también la posibilidad de que se creyera que, al pronunciarla demasiado, podría disminuir su efectividad y que, finalmente perdería esa magia de las palabras".
Ese poder de las palabras se asociaba al término kotodama. Y para hacerlo efectivo se necesitaba un kataribe, un contador de mitos y leyendas. Originariamente eran funcionarios de la corte imperial que recitaban las historias sobre el linaje de la familia imperial y de los hechos de la corte. Con el tiempo, fueron evolucionando hacia algo parecido a nuestros trovadores medievales que producían sus propias versiones de aquellas historias.
Me ha tocado en gracia ser el kataribe de esta historia y trataré de encontrar el kotodama que se pasea sobre el viento para que esta narración sea digna de vuestra atención y os satisfaga.



[1] El Haiku es un poema típicamente japonés de tres versos de cinco, siete y cinco sílabas.

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