Museo de Artes Decorativas. Madrid.
Las pelusas son mis más fieles
compañeras de confinamiento. Les he otorgado el estatuto de refugiadas y se han
distribuido con cariño por toda la casa. Deben ser muy promiscuas porque se han
reproducido salvajemente.
Nuestro pacto era que se
mantuvieran pegadas a la pared. Se han tomado confianzas y ahora se exhiben sin
pulcritud en medio del pasillo o del salón. Me he visto obligado a restablecer
el orden natural sacando el aspirador. Aún recordaba cómo funcionaba.
Desde que se impuso el estado de
alarma he mejorado enormemente mi técnica de barrer, perfeccionada en mis años
mozos durante el servicio militar. Ya no me produce codo de tenista. Además,
mientras barro dejo vagar mi mente, algo muy productivo. También cuando friego
el suelo. He descubierto que el de la cocina es muy agradecido y vuelve a
brillar como cuando lo instalaron. Enriquezco el agua con un par de tapones de
un líquido de un recipiente verde que da un aroma excelente y reduce mi
capacidad de estornudo. Soy alérgico al polvo y los ácaros. Me estoy
convirtiendo en un alquimista.
La información que se filtra por
todas partes, como el polvo, es bastante contradictoria en cuanto a la
pervivencia del virus sobre la ropa y las diversas superficies. Según unos,
muere después de horas. Según otros, resiste días. En lo que todos coinciden es
en que hay que extremar la higiene, tanto corporal como de la casa. Lo que no
hago es dejar el calzado fuera (uno de mis vecinos deja el carrito de la compra
en la entrada) o lavar toda la ropa a 60° tras salir al supermercado. Confío en
no estar equivocado.
En estas meditaciones me doy
cuenta de que muchas cosas sólo las valoramos cuando desaparecen. La limpieza
está ahí y la doy por hecha. Sin embargo, si no hay nadie que la realice la
casa se convierte en una auténtica pocilga. Como no viene la asistenta, sus
desvelos han pasado a ser competencia mía.
Ahora soy consciente del trabajo
que realiza.
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