La última noche nos deparó dos
experiencias de signo contrario. La primera, negativa, fue el camping. Al
buscar por Google Maps, una herramienta que nos había servido bastante
eficazmente, nos mandó a un lugar en donde se podía acampar, aunque carecía de
servicios básicos, como baños o zona para lavar los cacharros. Realmente, era
una extensión con hierba del parking de Viking World.
Esa fue la experiencia positiva.
El elemento esencial del museo a orillas del mar y a pocos cientos de metros de
donde debíamos devolver la camper era una réplica exacta de un barco
vikingo del siglo IX. El visitante se transformaría en un intrépido marino que
surcaría las procelosas aguas del Atlántico Norte en dirección a Norteamérica.
El barco era impresionante visto desde abajo, la vela desplegada y los escudos
redondos defendiendo la cubierta. Había realizado el viaje a Nueva York con
motivo de la celebración del milenio del viaje de Leifur Eiriksson a América.
Los indígenas norteamericanos hostigaron a los vikingos, que decidieron abandonar
aquellas tierras. El Smithsonian había colaborado en la preparación de la
exhibición.
La entrada costaba 1800 coronas
y, como reclamo comercial, ofrecían un desayuno buffet por 2500 coronas que
permitía además visitar el museo. Y, quizá a alguno, continuar hacia los
servicios para completar el aseo matutino.
Como aún nos quedaban un par de
horas le propuse a Jose llegar al extremo de la península de Reykjanes. Sobre
el mapa, la misma trazaba la forma de una cabeza de rinoceronte. Nuestro
objetivo era el cuerno y los pequeños pueblos pesqueros de Gardur y Sandgerdi.
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