Museo del Romanticismo. Madrid.
Jugueteando con los perfiles de whatsapp encuentro que mi hermana ha
cambiado su foto. Ha puesto una de Ana, su nieta. Está más actualizada que la
de mi cuñado.
Recurro a esa foto para renovar
mis recuerdos de la niña. Se mantiene firme apoyada en el mueble del salón, lo
que resalta que me he perdido el hermoso espectáculo de sus primeros pasos. No
exactamente, porque unos días antes del inicio del confinamiento fui testigo de
unos pasitos decididos, sosteniéndose sólo con un dedo mío. Apenas la agarraba,
pero ella se sentía segura y caminó decidida desde la puerta de entrada hasta
el salón.
Su cara está más formada, sus
mejillas más jugosas y su gesto es el de siempre, picaruela, como invitando a
jugar. No la puedo sostener en mis brazos, con lo que nos abrazamos en la
distancia. Cuando llamo a su casa, la escucho trastear en torno a su padre, que
trata de tele trabajar con variable éxito, se mete bajo la mesa, pasa por
debajo de la silla, avanza por todos los rincones. Anita está contenta de estar
más tiempo con sus padres y cuando no le hacen mucho caso se cabrea y me llegan
sus lloriqueos.
Ana es un torrente de energía enclaustrada
en los muros de su casa. No sé si será consciente de la situación. Mejor que no
lo sea, que simplemente se extrañe de que no la bajan al parque a pasear. Le
tiene que extrañar no ver a sus abuelos ni a sus tíos, no estar con otros
niños, como los primeros meses del año en la guardería que estrenaba.
La imagino sacando los cajones
de sus juguetes, seleccionando alguno de los pianos o los tambores (sus
favoritos) que le regalaron en enero por su cumpleaños. A ratos, dando unos
pasos insegura, recurriendo a su peculiar forma de andar a gatas, persiguiendo a
sus padres en el reducido universo de su hogar.
Si, echo de menos jugar con mi
sobrina-nieta, charlar con mis sobrinos y hermanos, tomar una cerveza con los
amigos. Mientras, escucho cómo me saluda por el teléfono.
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