Rodeamos el ayuntamiento, nos
asumamos al lago y buscamos un restaurante. Entramos en uno bastante atractivo,
mayoritariamente de gente local. Pedimos unas cervezas y prolongamos con unas
ricas hamburguesas de cordero. No pude acabarme las patatas. Las camareras eran
monísimas y había mayoría de mujeres. Está claro que salen más que nosotros.
Los dos dejamos pasar el tiempo, que ya se reducía a los últimos momentos del
viaje. Estábamos a gusto, calentitos, contemplando la fauna local, con el
estómago lleno y las piernas agotadas por tantos días de ejercicio.
Salimos al atardecer, tomamos el
coche y enfilamos hacia Keflavik para dormir cerca del alquiler de coches y él
aeropuerto.
Mientras avanzaba el atardecer
recordamos un pasaje de El zorro ártico,
del escritor islandés Sjon:
En el
horizonte se oscurecía la última luz del breve día.
Ahora,
en las salas celestiales reinaba suficiente oscuridad para que las hermanas de
la aurora boreal pudieran interpretar su vibrante danza de los velos.
En
fascinantes juegos de colores se deslizaban ligeras y ágiles sobre el inmenso
escenario de los cielos, en áureos ropajes aleteantes y con fluyentes adornos
de perlas, que en su violenta danza agitan acá y allá, siguiendo cada uno de
sus movimientos. Y ese espectáculo se ve con especial claridad justo después de
la puesta del sol.
Entonces
cae el telón; y la noche es ahora la dueña.
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