A la vuelta de mis viajes por
tierras lejanas tomé la costumbre de buscar un bar y zamparme un pincho de
tortilla. Era mi forma de conciliarme con mi hogar.
Esta vez no he regresado de
ninguna parte: no se podía ir a ningún sitio. Tampoco hubiera podido encontrar
un bar abierto para formalizar mi ritual de regreso. Así que me he puesto manos
a la obra y he preparado una suculenta tortilla y he dejado la cocina hecha un
cristo. El manjar ha dejado una huella perecedera en la encimera e imperecedera
en mi mente y mi espíritu.
Hacía mucho tiempo que no
preparaba una tortilla de patata. La tapa que me regalaron para darle la vuelta
estaba sin estrenar, estorbando con otros cacharros de cocina. Ahora ha cobrado
vida, ha vivido su glorioso bautizo y ha contribuido a un momento de felicidad.
Quizá porque el dios de las pequeñas cosas habita en ella, como en la sartén y
los ingredientes.
El pincho de tortilla ha obrado
el milagro de situarme al regreso de un viaje, de un viaje a ninguna parte, de
un viaje imaginario, aunque tan real que noto sus efectos en mi cuerpo y mi
alma. El ritual ha obrado el regreso, ha reconstruido el viaje, que es el
resumen de todos los viajes soñados, incluso de los realizados, a los que ha
adicionado una pasión virtual.
No importa que no recuerde a dónde
he ido, cómo ha transcurrido todo, qué enseñanzas ha dejado en mí. Porque lo
importante es que ha culminado con la ceremonia del pincho de tortilla.
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