Hacia las cascadas del Purgatorio. Comunidad de Madrid.
En uno de los boletines del Colegio
de Abogados se hacía eco de los problemas que el confinamiento podía crear en
las personas con alteraciones conductuales. Sus patologías psíquicas se podían
agravar con el confinamiento, con la opresiva sensación de encarcelamiento
doméstico, sin el apoyo de sus terapeutas.
Otro colectivo preocupante era
el de los menores de padres divorciados ante la posibilidad de batallas en
torno a los turnos de estancia en el hogar de cada progenitor, las visitas imposibles
por la prohibición de desplazamientos y la aplicación de otros acuerdos o
imposiciones. El tercer colectivo, no incluido en aquella información pero
también preocupante, lo formaban los niños en general. Aplacar las energías de
los chavales sin poder recurrir al parque, a la calle o a cualquier tipo de
ocio externo, con los padres teletrabajando, podía ser una bomba de relojería
que estallara y afectara a menores y adultos.
Sin embargo, Maruja Palanca,
psiquiatría infantil y que lo está dando todo en esta crisis, nos mandaba un
mensaje de esperanza que ella había querido titular como “ole mis niños”, que
me he atrevido a pedirle prestado, como una parte importante de sus meditaciones.
Me encanta saber que una persona que está dedicando todo su tiempo a los
enfermos disponga aún de una parte para una reflexión tan acertada.
Lo primero que destacaba, en
contra de lo que se pudiera imaginar, era que “están viviendo esta rara situación
mejor de lo esperado: “sorprendentemente bien” en palabras de muchos padres”.
Lo esperado era que se comportaran mal dinamitaron la convivencia, haciéndola
insoportable, según se deduce, y se aventuraba desde que se decretó el cierre
de colegios y guarderías, casi una semana antes del inicio del estado de
alarma. Los padres no sabían qué hacer con sus hijos. El segundo aspecto que
destacaba era la enorme caída “en la demanda de atención en salud mental de
niños y adolescentes tanto en consultas ambulatorias, como en urgencias o
ingresos hospitalarios”.
A continuación, planteaba
múltiples interrogantes y cuestionaba cómo es que habían desaparecido todos esos
pacientes graves. Y nos ofrecía diversos argumentos sencillos y contundentes:
compartir más tiempo juntos y tener una atención de calidad por parte de los
padres, una mejor supervisión, mayor esfuerzo para autorregularse y así evitar
acudir a un centro sanitario que es un foco de contagio, menores exigencias en
la vida diaria y alivio del estrés, y un largo etcétera de alguien que conoce
perfectamente la problemática.
Es quizá la simplificación de la
vida, de ese mundo tan altamente competitivo, el alejamiento de las fuentes de
conflicto o de un bienestar que no se compatibiliza con las necesidades de
estos menores y estos jóvenes lo que ha causado que, lejos de explotar, hayan
disminuido sus problemas. “Entonces sería ésta –continúa- una situación
reparadora para estos niños y adolescentes. Tal vez les estamos dando un
respiro, un descanso de exigencias desmedidas”. La amenaza a la vida desplaza a
un segundo plano la salud mental.
Esta crisis crea también una
oportunidad de extraer enseñanzas, como ella nos explica: “y aprender de esta
experiencia. Disfrutar de aquellos niños y adolescentes que no son ni más ni
menos que eso, y que ahora tienen esta oportunidad de vivir obligatoriamente
con sus padres (y los padres con ellos)”.
Quizá la solución es más
sencilla. También más personal y familiar.
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