Tuvimos suerte. Uno de los
desvíos marcaba una de las referencias que recordaba: la Hallgrimskirkja. La iglesia
estaba sobre una colina desde la que se dominaba toda la ciudad. No hay nada
como contemplar una ciudad desde las alturas para hacerse una sana idea de
conjunto de la misma. Esa atalaya privilegiada era su campanario, a más de 70
metros. Aparcamos junto al ábside.
La iglesia ocupaba el centro de
una amplia plaza. El ajetreo lo provocaba en parte la salida de un colegio
cercano. También los turistas que se agolpaban ante la estatua de Leif
Eriksson, quien llegara hasta Norteamérica en el siglo X. La estatua era un
regalo de Estados Unidos en conmemoración del milenio.
Hay varias opiniones sobre la
inspiración del arquitecto Gudjon Samuelsson para la construcción de la torre.
Quizá simulaba una columna de lava con las columnas de riolita o basalto que habíamos
contemplado en varios lugares y que algunos equiparaban a piezas de lego. Esta obra expresionista fue
finalizada en 1986 tras varias décadas de obras. En su momento, creó
controversias. En la actualidad, era un hito imprescindible.
El interior de hormigón blanco
era sobrio y desnudo. Destacaba un órgano con más de cinco mil tubos y algún
pequeño detalle, algo chocante para nosotros, acostumbrados a interiores muchas
veces recargados. Nos sentamos a observar ese interior y a descansar.
Pocas personas rezaban. Un grupo
de orientales, quizá de chinos, que estaban fuera junto a la estatua,
penetraron y se sentaron en los bancos. Uno de ellos se arrodilló y empezó a
orar. Los demás se levantaron y lo acribillaron a fotos entre chanzas y bromas.
Él no se alteró y siguió concentrado. Me pareció una falta de respeto absoluto
y estuve por levantarme y reprocharles su actitud en un lugar sagrado de otra
religión. Sin embargo, todos los observamos con más curiosidad que indignación.
Tampoco el orante dijo nada al respecto.
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