La rueda de prensa del sábado 28
de marzo estuvo cargada de malas noticias. El Presidente del Gobierno explicó
las duras medidas a las que se veía abocado, algo que, aunque esperado, era
igualmente un golpe bajo a la moral de todos los españoles. Se paralizaban
todas las actividades que no fueran esenciales.
La fórmula que se utilizaba era
la de un permiso remunerado recuperable, de carácter obligatorio, algo así como
adelantarnos las vacaciones de Semana Santa, que se recuperará antes del 31 de
diciembre en la forma en que trabajadores y empresarios pacten, o conforme a
los dictados del Estado, si no hay acuerdo. Más deberes para cuando regresemos
a la normalidad, más cargas para la mochila: los créditos del ICO, las
moratorias de impuestos, lo que se pacte con el banco o el casero por el
aplazamiento de los alquileres. Con una reactivación económica que huele a
recesión, a un paro sin precedentes, y sin una colaboración clara por parte de
terceros países, incluida la desunida e insolidaria Unión Europea, pinta feo el
horizonte. Pero España es país de héroes.
El domingo anterior vino mi
hermano para recoger sus libros y papeles porque el lunes ya no podría dar las
clases desde mi casa. Era mi único contacto con el mundo. El confinamiento lo
lleva mal, aunque su casa sea amplia y no le falte la compañía de su mujer y de
dos de sus hijos. Se despidió casi con el ruego de que no me pusiera malo y con
la orden tajante de que no saliera a la calle. La voy a cumplir, salvo que
tenga una necesidad imperiosa e insalvable.
Es curioso que esta cuarentena
coincida con la Cuaresma. El cuarenta es el número bíblico para lo necesario y
suficiente. La cuarentena nos ayudará (¿o nos obligará?) a mirar y a mirarnos
de una forma diferente. El sufrimiento servirá al menos para revisar nuestra
forma de vida. No digamos en otros aspectos como el económico, el sanitario u
otros tan sensibles para nuestra trayectoria vital.
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