En todos los textos que habíamos
consultado aconsejaban rodear Hvalfjördur y disfrutar de sus paisajes. Para
nosotros la alternativa del túnel que acortaba el trayecto cerca del mar era
poco viable ya que estábamos en la base del fiordo y en cualquier caso teníamos
que dirigirnos hacia el mar. El trayecto no nos decepcionó en absoluto.
Únicamente no nos ofreció un lugar cómodo donde cocinar.
Al principio, parecía una laguna
grande y alargada. Al fondo, unas colinas cerraban la vista hacia el mar. Esa
extensión de agua estaba limitada por las montañas que descendían con suavidad.
Las zonas bajas formaban
atractivos meandros con la desembocadura del río. No se veía un alma en varios
kilómetros. Jose se divertía captando esas imágenes fugaces. No teníamos
demasiada prisa aunque las tripas lanzaban un mensaje de alarma.
En este lado sur también había
restos de las instalaciones de la Segunda Guerra Mundial. Al otro lado, estaban
los depósitos. Los campos se debatían entre el verde y el amarillo. Pequeños
bosquecillos adornaban las faldas de las colinas. Aparecieron algunas granjas.
Y una población más grande al otro lado.
En la carretera hacia Reikiavik
paramos en una gasolinera que disponía de unas mesas con bancos. Había que dar
salida a nuestras últimas provisiones.
Percibías Reikiavik desde la
distancia. El ámbito rural daba paso a un nuevo ámbito más urbano. La sucesión
de granjas evolucionaba hacia poblaciones que se concatenaban sin dejar
espacios que las diferenciaran. El área metropolitana de la capital era muy
extensa, de casas bajas de múltiples colores que a la luz del verano
reverberaban ante nosotros.
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