Mindil Beach. Darwin. Territorio del Norte. Australia.
Un amigo comentaba este fin de
semana, para darnos envidia al resto, que estaba de vacaciones y que había
encontrado un ofertón: crucero alrededor de la bañera. Otro se ha animado y ha
emprendido una ascensión al cabecero de la cama. En un rato se ha montado un
jugoso desmadre que nos ha aliviado de las tensiones. La tirolina en el
tendedero de la cocina, la escalada por el patio de luces o la espeleología en
el armario han sido muy bien recibidas.
Siempre he pasado una parte de
las vacaciones en la playa, así que he puesto On the beach, de Chris Rea, y me he dejado transportar hasta que he
empezado a surfear con los Beach Boys (en Surf’s
up) acompañado de Surfer girl, Marcella y Caroline no, canciones emblemáticas del grupo californiano.
Procedía de Nueva York, donde he
disfrutado de un poco de jazz en alguno de sus clubes y he dado un salto a
Chicago, acompañado por el legendario grupo Chicago Transit Authority (los
Chicago de toda la vida) con su poderosa sección de viento, he disfrutado un
poco de blues (Chicago es la meca de ese estilo) y luego he paseado mentalmente
por las dos ciudades de los rascacielos.
Me he trasladado a la frontera
con México de la mano de dos canciones con ese título, las de Stephen Stills
(uno de los miembros de Crosby Stills & Nash) y la de Firefall (de Rick
Roberts), he cambiado el tercio con Santana y la fuerza de su percusión, para
adentrarme en el vecino del sur donde esperaba el grupo Maná y unas rancheras
de rocío Durcal, para hacer patria (menudo cambio).
Cada una de esas canciones me ha
evocado mis viajes, sus paisajes, sus gentes, los amigos con los que he
compartido experiencias y anécdotas, he tomado una margarita virtual o un
cóctel en algún local de esos que no se olvidan en toda la vida.
Salto al Caribe y las resonancias
hispanas me hacen bailar con las guarachas y la salsa de Celia Cruz, de Roberto
Torres, de Gloria Estefan, paseo por el Malecón de La Habana, me baño en las
playas de Varadero, visito el pasado colonial de catedrales que recuerdan a
Andalucía o Extremadura, me dejo acariciar por el acento dulce de su habla.
Suenan Silvio Rodríguez y Pablo Milanés.
No me olvido de una bachata de
Juan Luis Guerra con el casco antiguo de Santo Domingo de telón de fondo, un merenguito
en la noche, un poco de Fonsi Nieto o de Chichí Peralta en Puerto Rico.
La siguiente etapa es Panamá,
con Rubén Blades, la ciudad vieja, el callejón de Sal-si-puedes, el canal y los
lagos de esa fabulosa obra de ingeniería.
Cartagena de Indias me recibe
con un ballenato de Carlos Vives (o de Escalona), sus fortalezas, el recuerdo
de la heroicidad de Blas de Lezo, el espíritu de García Márquez, la rumba en chiva (o lo que es lo mismo, irse
de juerga en una colorida guagua con orquesta en la parte trasera), saludan con
sus melodías plegadizas Shakira, Juanes o Los Bacilos. En la vecina Venezuela
espera Carlos Baute.
Más al sur, Chavuca Granda y el
entrañable Perú, Machu Pichu, Cusco, Arequipa, los nevados de Huascarán, el
cogollo colonial de Lima, los escenarios de las novelas de Brice Echenique o
Vargas Llosa, las arenas de Ica y Paracas, las líneas de Nazca, un pisco sour para animar el cotarro y para
reponer fuerzas.
Sigo a Chile, con Violeta Parra
y Víctor Jara, salto los Andes y me instalo en la sofisticada Buenos Aires con
los tangos de Gardel o algo más moderno como Coti o Andrés Calamaro, la Recoleta,
Puerto Madero, la Boca, las espectaculares librerías, el café La Viela, las avenidas parisinas, las
charlas cargadas de cultura.
Allí está Montevideo, escucho a
Jorge Drexler, me baño en las playas de Punta del este y continúo hacia el
norte a bailar samba, a escuchar bossa,
Caetano Veloso, Antonio Carlos Jobim, Río de Janeiro, el carnaval que parece
que nunca termina en este país.
¡Madre mía! Lo que dan de sí
unas vacaciones virtuales.
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