Tocador del siglo XIX. Museo del Romanticismo. Madrid.
La sensación de estar viviendo
como personajes de una película de ciencia-ficción es real. “Esto no puede
estar ocurriendo”, aseveran muchos entre incrédulos, indignados que no saben a
quién echar la culpa, y resignados (los que se identifican con él Resistiré del Dúo Dinámico).
Esa modificación a guantazos de
nuestra realidad ha supuesto una transformación de nuestros hábitos, de
nuestras rutinas, de nuestro día a día. Habrá que adaptarse.
Entre los múltiples
electrodomésticos de mi casa sólo hay uno que no sé cómo funciona: la plancha.
No lo he utilizado en mi vida. Podría recurrir a un tutorial de Internet, a mis
amigos ingenieros, si es que la cosa se pone chunga, o a otras amas de casa
(gremio en el que he ingresado por méritos propios), quizá lo más sensato. O recordar
aquel lema de la moda ibicenca de hace varias décadas: “la arruga es bella”. He
optado por la arruga. Aunque las camisas de algodón se quedan echas un burruño,
con un jersey encima se nota menos. Recurro a los polos (con otra prenda
debajo) o, si hace más calor, por una simple camiseta que se estira un poco y queda
de lo más apañada. Solucionado.
Lo que me da bastante pereza es
el baño. Ya he encontrado la bayeta específica, el producto más adecuado y el
momento para dar un limpión general. Es esencial para no tener problemas de
higiene. La cocina está bastante limpia, aunque el suelo necesita barrer y
pasar la fregona.
El aspirador es un gran aliado.
Es cómodo y permite dar un pequeño paseo por las habitaciones y pasillos. El
ruido es infernal pero calla el silencio general que impera por todas partes.
La pastilla de jabón adelgaza
con rapidez. Es un signo positivo de que me estoy lavando las manos a lo bestia.
Mi hermano prefiere el jabón líquido con su dispensador. Así evitamos
contagios. Cada uno tiene su toalla.
Nunca pensé que echaría tanto de
menos a la mujer que viene a limpiar a mi casa. Pero lo importante es la salud,
suya y de su familia.
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