La primera prueba importante la
ofrecía una bajada entre rocas desprendidas. Habían abierto un pequeño hueco y
habían puesto una cuerda que ayudaba a descender con cuidado. Nueva parada. En
otro tramo, la cuerda se utilizaba para agarrarse con ambas manos y trepar. Las
suelas del calzado de trekking se mantenían estupendamente. El esfuerzo era
considerable.
La altura permitía apreciar el
tramo recorrido con el fiordo desplegándose entre las montañas que bajaban
hacia el mar con la redondez que provocaban los glaciares. El horizonte estaba
muy lejano y no se podía distinguir si finalizaba en el mar, el cielo o las
suaves laderas.
Ya podíamos contemplar la
hendidura superior, el inicio de la cascada, el lugar desde donde se arrojaba
el río. Otras pequeñas cascadas se animaban por nuestro lado. La gente se
dibujaba diminuta. También la apreciamos al otro lado y nos preguntamos cómo
habían llegado hasta allí.
El cañón lo sobrevolaban
diversas aves. Algunas habían situado sus nidos en las oquedades de la roca y
se confundían con las sombras y los breves matorrales. Sus vuelos eran bellos,
se mantenían en el aire, se alejaban un poco y hacían alguna pirueta para
satisfacernos. La distancia entre los dos paredones del cañón aún era grande.
La caída daba cierto vértigo.
Nos concentramos y fuimos
avanzando con paso seguro salvando las dificultades que se ofrecían. Nuestras
paradas eran para fotografiar tanta belleza, como hacían muchos otros
visitantes. Era realmente la culminación de nuestras excursiones.
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