Nos lo planteamos por tramos.
Subíamos hasta una plataforma y continuábamos hasta la siguiente después de
evaluar el cansancio y la dificultad. Nos animábamos por la presencia de otras
personas, nos picaba el acometer todo el recorrido.
La visión de la cascada
cambiaba. Cada vez la hendidura era más estrecha y cada vez se disfrutaba más
de aquella cola de caballo que saltaba por las rocas, casi acariciándolas,
besaba el suelo y se descomponía en el riachuelo que iniciaba su cabalgada con
creciente velocidad. El sol trazaba sombras profundas que contrastaban con la
luz sobre la parte alta.
Hubiéramos podido alcanzar la
cima pero la hora que habíamos perdido al inicio nos penalizó y tampoco
queríamos reducir en exceso nuestro tiempo en Reikiavik. Cuando el inicio de la
cascada se definía con claridad decidimos regresar. Y el regreso nos permitió
apreciar la grandeza del paisaje que nos había acompañado. El río, la quebrada,
las paredes verticales eran diferentes ante nuestros ojos. El sonido del agua
siguió acariciando nuestros oídos.
Al cruzar el río estuve a punto
de caerme. Con fuerza y habilidad me sobrepuse a un despiste. Al otro lado, un
grupo de gente parecía apostado para ver el espectáculo de alguien que no lo
conseguía. No les di ese placer. Jose me animó desde el otro lado.
El último tramo se nos hizo
corto. El aparcamiento bullía con el ajetreo.
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