Devolvimos la camper sin incidentes, logramos movernos
hábilmente para hacernos un hueco en el transporte gratuito del alquiler de
vehículos hacia el aeropuerto, facturamos y en la sala VIP nos tomamos un
estratosférico desayuno, nos acicalamos un poco e hicimos tiempo hasta el
embarque.
Antes de dejarnos vencer por el
sueño nos entretuvimos leyendo alguno de los libros que llevábamos en las
mochilas y encontré un texto de Turfi H. Tulinius muy significativo:
Una isla
olvidada en medio del Atlántico, algunas veces borrada en los mapas
simplificados, raramente mencionada en los medios -salvo por alguna catástrofe
natural o una conferencia que se cuela por el silencio que la rodea- Islandia
podría desaparecer de la faz de la tierra sin dejar ningún rastro notable.
Podría incluso decirse que si no hubiera existido, el curso de la historia
humana no habría quedado afectado seriamente. Sin embargo, esta isla es un
mundo en sí misma, autosuficiente en muchos aspectos.
Y encontramos otro texto de John
Carlin (de Crónicas islandesas) que
venía a resumir nuestras impresiones como si se las hubiéramos dictado. Quizá
porque sus sensaciones eran similares a nuestros sentimientos, sus vivencias
habían sido parecidas a las nuestras:
Pienso
en Islandia y me brillan los ojos. Como sociedad representa la cima de la
evolución humana. Como individuos, los islandeses son gente dura y encantadora,
culta y campechana, muchas veces brillante pero siempre con los pies en la
tierra. Su tierra, un lugar hostil y bello a la vez, frío, rocoso y rodeado de
mar, bañado en una luz especial, única, mágica. Y encima se come de maravilla.
Y nos conjuramos para regresar a
este singular país.
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