Bajamos y nos internamos por la
calle Skolavdirustigur, que bajaba hacia el centro. Abundaban las tiendas,
galerías, bares y restaurantes, un ambiente distendido y mucha tranquilidad.
Tenía razón John Carlin al escribir sobre la seguridad del país y que era el
mejor lugar del mundo para educar a los hijos.
Todos los países (y los lugares)
tienen un lado oscuro, y la mejor forma de conocerlo es a través de sus autores
de novela negra. En el caso de Islandia ese género se centra, para mí, en
Arnaldur Indridason y se concreta en su novela La mujer de verde.
Como muchos autores de este
género, Indridason estructura la acción en torno a un personaje que reaparece
en varias novelas. En su caso, es el inspector de la policía de Reikiavik
Erlendur Sveisson, un tipo que abandonó a su mujer y a sus hijos hace mucho
tiempo pero que aún es odiado o ignorado por su familia. Su vida transcurre
monótona, sin alegrías, como si quemara inútilmente sus días y lo único que
quebrara esa espantosa vida sean los avatares de su profesión. Me recuerda
mucho a Kurt Wallander, el inspector del sueco Henning Mankel. Por supuesto,
vive solo, es asocial, lleva unos horarios impropios y es considerado un bicho
raro.
En esa novela se dibujan los
bajos fondos de la sociedad islandesa, el perfil delictivo y la marginalidad,
las drogas, el alcohol, la prostitución o la violencia de género, aspectos que
toda sociedad prefiere ocultar, más aún, a los visitantes y turistas. Mejor que
regresen con la imagen idílica de un país desarrollado, con las mejores
condiciones de vida, como ajeno a todo lo que no sean formas de felicidad.
Pero, aunque menos evidente, esa cara oculta existe, quizá en menor grado que
en otros países. No es algo de lo que las gentes se sientan especialmente
contentos u orgullosos.
Regresamos, tomamos el coche y
cruzamos el lago. Aparcamos en la calle Sudurgata, que ofrecía hermosas casas
unifamiliares de cierta antigüedad.
El lago Tjornin lo recorrimos
caminando, admirando sus jardines y esculturas. Nos gustó el reflejo de los
edificios sobre el agua, las aves que se movían tranquilas. Al contemplar los
edificios blancos pensabas en una tranquila ciudad de provincias. Hace un par
de décadas era un lugar poco atractivo para el visitante, carente de
restaurantes y tiendas, un pueblo grande. El bienestar económico le había
aportado un carácter más cosmopolita y agradable.
En Frikirkjuvegur se alzaba la
Galería Nacional de Islandia, uno de los museos que aconsejaban visitar.
Laekjargata ofrecía la Casa de Gobierno y Austruvollur. Allí estaba la estatua
del gran promotor de la independencia pacífica, Jón Sigurdson. Detrás, la Casa
de la Cultura y el Teatro Nacional.
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