Aterrizamos a las 6.30 de la
mañana en el aeropuerto de Haneda. Teníamos la esperanza de que los trámites
burocráticos se alargaran o que tardaran las maletas. No fue así. En el control
de pasaportes practicaban un examen del tiempo que cada funcionario tardaba en
despachar, con lo que el trámite fue inusualmente rápido. Fue la primera
muestra de eficacia y cortesía japonesa. Las maletas salieron sin incidentes.
No es que tuviéramos un interés
especial en ser boicoteados pero era tan temprano que no pudimos hacer nuestra
primera gestión de la mañana. La oficina de Japan Rail aún no había abierto,
con lo que no podíamos convertir el documento expedido en España en el Japan
Rail Pass. Un autobús nos condujo hasta la estación de tren de nuestro barrio
en Tokio: Shinjuku.
Una estación japonesa es un
cosmos que se orienta por colores, números, los puntos cardinales y las
preguntas a los empleados, que no hablan demasiado inglés aunque son muy
correctos. En ellas encontrarás toneladas de gente que camina perfectamente
disciplinada. Cuidado con tomar el lado equivocado de la marcha, generalmente
el lado izquierdo, de subir o bajar por donde no debes porque crearás un
pequeño conflicto.
Los japoneses parecen estar
dotados de un sistema de GPS que les impide chocar en sus avances. Es increíble
ver cómo esas hordas caminan a buena velocidad y son capaces de no interceptar
a turistas que se paran en medio de la calle o que discurren por el lado de la
acera o de la estación incorrectos. Lo admirable es que van consultando los
mensajes o jugando a algo en el móvil y, por supuesto, con auriculares y sin
sonido ambiente. Te esquivan, paran, se cruzan y no chocan. Si chocan, se
disculpan o siguen sin demasiadas contemplaciones si llevan prisa.
Para una primera experiencia con
las estaciones del tren del Imperio del Sol Naciente, Shinjuku era una prueba
demasiado intensa. Se trataba de la estación de tren con mayor tráfico de
pasajeros del mundo. División de Honor. Mejor hubiera sido empezar por una de
bolsillo. La cantidad de datos, nuestro desconocimiento del lugar exacto donde
estaba nuestro hotel y la empanada mental propia del vuelo y el jet lag, nos hizo escenificar un cuadro
peculiar. Al final aplicamos la lógica, buscamos un punto de información, nos
remitieron a otro por intuición al ver nuestras caras y las maletas y acabamos
encontrando una persona que nos imprimió un plano de la zona y nos trazó la
ruta. Sencillo: llegamos. Las habitaciones no las podíamos ocupar hasta las
tres de la tarde, con lo que sacamos las cámaras, nos lavamos un poco y salimos
a la calle.
El calor era húmedo y
extenuante. Al poco tiempo estábamos completamente empapados en sudor. Optamos
por relajarnos. Y a ello contribuyó el éxito de nuestra primera gestión.
La segunda muestra de cortesía,
adornada con simpatía y efectividad, nos la brindó la empleada de los
ferrocarriles. Era una sonrisa pegada a una cara redonda y muy expresiva.
Hablaba un inglés excelente y nos proveyó de mapas, guía local, nos regaló un
par de consejos interesantes y nos entregó nuestros pases del tren, los JR
Pass, imprescindibles. Nos marchamos de su oficina provisional con cierta
nostalgia.
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