Cuentan las leyendas, que los
seres que deseaban volar entre el cielo y la tierra necesitaban un instrumento
mágico que uniera las cualidades humanas y sobrenaturales. Los hombres
invocaban a los dioses para que les otorgaran el celeste vestido de pluma que
les permitiera acceder al más allá de un mundo místico.
Observando las alas del avión,
minutos antes de que despegara, estudiaba si en su superficie se podía
distinguir ese celeste vestido de pluma. Sólo percibí el metal brillante por el
sol de la mañana. Sinceramente, me sentí inquieto. Cuando el avión se embaló en
el despegue intenté ver el problema desde el punto de vista de las leyes
físicas, más accesible a mis conocimientos. Si en otras ocasiones se había
alzado el morro y se había mantenido en el cielo, eso era signo inequívoco de
que los dioses habían aprobado nuestro viaje que, si bien no se dirigía hacia
el más allá, sí que tenía por destino el otro lado del planeta.
Aunque quisiera buscar la
mística o la leyenda, el vuelo que nos trasladó desde Frankfurt hasta Tokio fue
tan aburrido como muchos otros. En clase turista la espalda se acopla mal, se
cansa uno de comer y beber, busca con impaciencia películas, música,
documentales o lo que sea y se pone uno nervioso cuando comprueba que no está
descansando nada y que al aterrizar va a sufrir las consecuencias. Una
pastillita sanadora palió los daños.
Por cierto, Mukashi, mukashi, hace tanto tiempo, sustituye a nuestro érase una vez tan habitual al inicio de
los cuentos.
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