Nunca pensé que mi casa, un piso
de 80 metros cuadrados, diera para instalar un gimnasio, un business center y una sala de
conciertos. Para que luego digan que es pequeña. Por supuesto, sigue prestando
sus servicios como vivienda. Vivienda para el confinamiento.
Yo llevo muchos años teletrabajando,
con lo que no he tenido muchos problemas para la adaptación a esta fórmula que
sólo aprovechaban un 5% de las empresas, en general, grandes corporaciones que dotaban
a sus empleados con los medios adecuados, como un ordenador portátil. El móvil
y la conexión a Internet estaban ya muy extendidos. Se aconsejaba en otros
tiempos mejores aplicarlo a tiempo parcial para no perder el contacto con los
compañeros.
El Real Decreto-Ley 6/2020, de 17
de marzo, Que establece las medidas concretas durante el estado de alarma, instaba
a las empresas a que utilizaran el teletrabajo como vía principal para el desarrollo
de la actividad. Como esta forma de trabajo necesita una evaluación de riesgo,
conforme a la Ley de Prevención de Riesgos Laborales, se permite cumplir ese
trámite mediante una autoevaluación que puede realizar el propio trabajador.
A las empresas les ha pillado el
toro (o con los pantalones bajados, como quieras). No trazaron con tiempo un
plan de contingencia que permitiera esa transición. Carecían de suficientes
ordenadores, las líneas de ADSL no podían soportar la sobrecarga de usuarios y
otros muchos problemas. Además, la falta de costumbre causa situaciones jocosos
o simplemente insoportables. Los jefes convocan continuas reuniones virtuales
que se convierten en un gallinero al estilo de las juntas de vecinos. Una amiga
decía que era un “sindiós”, vamos, un sin vivir. También decía que en
condiciones normales no se hubiera conectado nadie. Ahora nace el presentismo
virtual. Quizá esta experiencia obligatoria esté acelerando la deseada
transformación digital más eficazmente que cualquier otra legislación o por la
creación de un ministerio. La sociedad civil marca sus tiempos.
La experiencia acelerada, en
nuestro caso, ha sido bastante buena. El sábado de la semana anterior a la
declaración del estado de alarma, mi hermano no pudo dar su clase por Internet
desde la academia. Esperaba lo peor para el lunes por la tarde, con mucha más
afluencia de profesores al centro para dar las clases on line. Sin embargo, esa mañana no hubo incidencias, no se quedó
colgada la plataforma e imperó la buena voluntad entre todos. Y por la tarde,
no se produjo el apocalipsis informático.
Ahora viene mañana y tarde a mi
casa y compatibiliza el trabajo del despacho con las clases. Alaba la conexión
de Internet y le tengo aquí casi permanentemente haciéndome compañía. Lo que no
pueden pretender los clientes o los alumnos es un servicio tan eficaz y
completo como el presencial. Una parte de los documentos y de los materiales se
han quedado en las oficinas. Además, hablar ante el ordenador es mucho más
agotador. La interacción es más complicada.
Mis amigos ingenieros afirman
que trabajan más que en la oficina. Quizá porque no tienen interrupciones, se
organizan su jornada. Les encanta poder comer en casa, sin atascos por la
mañana, trabajar en chándal. Los que tienen niños pequeños están que se suben
por las paredes.
Una empresa es un lugar de
relaciones sociales. Y eso no lo puede suplantar el teletrabajo. Pero habrá que
adaptarse.
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