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Yo me quedo en casa 8. No nos han pedido ir a la guerra.


“A nuestros abuelos les pidieron que fueran a la guerra. A nosotros sólo nos piden que nos quedamos en casa”. Dos frases (se dice que proceden de Italia, según internet) de una gran sabiduría. Porque el horror de la guerra dejó cicatrices a generaciones pasadas, que quedaron marcadas por aquellos hechos. Y lo sobrellevaron y supieron superarlo.
Se trata de dos formas de matar diferentes. La guerra, dotada de violencia. El Covid-19, de silencio. En ambos casos subyace un componente económico. La guerra era un instrumento para ganar los recursos de otros, un instrumento al servicio de unas elites dispuestas a imponer su voluntad y su ambición a costa del pueblo llano.
En esta crisis ha privado también el egoísmo, hasta que la avaricia ha roto el saco. Quizá si se hubieran suspendido partidos en zonas de riesgo o se hubieran aplazado mítines y manifestaciones, como el de Vox y las marchas del día 8 de marzo en pro del feminismo, ahora la situación sería muy diferente y no habría tanta alarma, tano contagio, tanta muerte. Pero todo es fácil decirlo cuando ya no puede transformarse el pasado.
El viernes pasado, el día anterior a la declaración del estado de alarma, cuando me disponía a bajar del autobús, casi vacío y manteniendo las distancias sus ocupantes, una señora en la cincuentena hablaba por teléfono. Su voz estaba a punto de quebrarse. No le habían permitido acercarse al féretro de su madre para darle el último adiós. Ella también era víctima de la pandemia.
El destrozo psicológico que esta crisis puede causar en la población va a poner a prueba su fortaleza. No va a haber crisis de abastecimientos, la situación económica tardará en volver a la normalidad, sufriremos una posible recesión, nuestros ahorros se irán a hacer puñetas y otras muchas consecuencias materiales. Pero todo pasará a un segundo plano si no controlamos la herida abierta en nuestros sentimientos.

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