Leo con espanto un artículo de
Bolsamanía del 28 de marzo en que “Holanda dice que Italia y España admiten a
personas demasiado viejas en las UCIs”. Según el artículo, esa afirmación
procede de Fruts Rosendaal, jefe de epidemiología clínica del Centro Médico de
la Universidad de Leyden.
Creí que los médicos, mediante
el juramento hipocrático, eran los encargados de defender la salud y la vida.
Me quedo de piedra. Alguien puede pensarlo pero, desde luego, jamás
manifestarlo para mayor gloria del autor, como si con ello estuviera ofreciendo
una solución obvia para unos ignorantes como esos católicos (o papistas, como
gustan de denominarles despectivamente) del sur que sólo son capaces de
acumular deuda por su imprevisión y su gusto por la vagancia.
Del mismo país procede otra
perla de otro ser infame como el ministro holandés de Finanzas Wopke Hoekstra,
que pidió que Bruselas “investigue a España e Italia por no tener margen
presupuestario para afrontar esta crisis pese al crecimiento reciente de la
Unión Europea”. Como dice mi amigo Raúl, en esta crisis está quedando claro la
cantidad de desalmados que hay repartidos por el mundo. Comparto plenamente ese
pensamiento aunque el término indeseable es demasiado suave para un ser tan abyecto
y asqueroso.
La primera desgracia ha llegado
a la familia. Mi prima Mari Rosi falleció ayer domingo mientras la trasladaban
en una ambulancia a un hospital. La acompañaba mi tía María Rosa, también
enferma. No sabemos de qué ha muerto, qué padece mi tía, octogenaria, si
sobrevivirá o tendrá que disputarse los cuidados médicos con alguien más joven,
más fuerte, con más posibilidades de supervivencia. El señor Rosendaal la
hubiera dejado morir y la señora Lagarde lo vería como un alivio en la caja de
las pensiones. Hoekstra sería tan canalla e insensible que no tendría piedad de
ella. Menos mal que en España aún quedan personas, seres con corazón, héroes
que van a luchar por su vida.
A mi amigo Raúl le gustaría
saber qué harían estos monstruos si los afectados fueron sus padres. Quizá los
hayan preservado del contagio con sus influencias, su dinero y su poder.
Porque, aunque ancianos, seguirán siendo sus padres, a los que quizá llame sus
seres queridos.
Al dolor por la muerte de mi
prima se une la prohibición de los velatorios, tanto en establecimientos
públicos o privados como en domicilios particulares. Estará sola en esos
momentos de tránsito. No se permiten ceremonias civiles y religiosas, lo que
implica que no se podrá dar el último adiós conforme a nuestras creencias hasta
que concluya el estado de alarma. La comitiva se restringe a tres familiares o
allegados, según la normativa vigente. No sé si se producirá una situación
parecida a la de Bérgamo, en el norte de Italia, donde los periódicos comentaban
que había lista de espera para incinerar. Caravanas de camiones militares
transportaban féretros hasta otros lugares menos colapsados.
La vida da muchas vueltas y
quizá en breve esos campeones de la eutanasia del norte de Europa se vean en
una encrucijada similar. No se lo deseo, porque aún soy un ser humano.
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