Acabo de volver de hacer una
pequeña compra. El resumen es sencillo: desolador.
Ante las pocas opciones de salir
a la calle he tomado mi receta de la dermatóloga, la bolsa de la compra y mi
castigada espalda. Me sentía como Will Smith en Soy leyenda. Menos mal que no era el único superviviente de la
tierra.
He violado las instrucciones con
una pequeña trampa. He dado la vuelta completa a la manzana para alargar la
excarcelación. Trescientos metros más pueden ser un gran lujo. Me ha acompañado
el trino de los pájaros, el movimiento de una señora que colgaba la ropa en un ático
y pedía no sabría decir qué, el caminar de una señora con perro y el baile
monótono de las ramas de los árboles. Todos los sonidos eran perfectamente
identificables, individualizables. Todos tenían un protagonismo especial. En
una sociedad tan ruidosa como la nuestra es todo un privilegio. Aunque echamos
de menos el movimiento de la gente, sus voces, incluso sus gritos tan
habituales en las charlas desordenadas de los grupos que han bebido un poco y
se sienten eufóricos.
He entrado en la farmacia. No
había ningún cliente. Los dos empleados iban con mascarilla de las buenas, con
el botón central redondo, y con guantes de goma. No está la situación como para
bromas.
En la galería comercial tampoco
había nadie. Se entretenían como podían. El carnicero preparando hamburguesas;
los de la pollería, variedades de pavo (al curry, barbacoa, al ajillo…).
Exhibían poco género, como en los días especialmente calurosos del verano en
que lo resguardan en las cámaras frigoríficas.
El de la frutería me he
preguntado qué tal me iba. Hemos charlado sobre nuestras maltrechas espaldas y
la influencia negativa de la reclusión. Si no cambia el panorama se plantean
cerrar por las tardes. Por las mañanas aún hay movimiento, pero por la tarde en
la galería predomina el eco y la tristeza combinada con resignación.
Voy a ver si consigo restablecer
el equilibrio en mi cuerpo.
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