Nuestra duda era si debíamos
regresar al aparcamiento o tomar alguno de los senderos hacia la izquierda. Con
pequeñas indecisiones alcanzamos nuevamente la cueva. Y esta vez, unos rusos
nos indicaron por donde bajar hasta ella. La atravesamos esperanzados. Habíamos
perdido casi una hora en esas maniobras equivocadas.
El río bajaba fuerte. No era muy
ancho, aunque sí lo suficiente para que no se pudiera cruzar por cualquier
sitio. En verano, ponían un tronco en el tramo en que no había rocas. Un cable
unía los dos extremos de la orilla. Comprobamos que era una ayuda esencial.
Observamos cómo cruzaba el grupo de los rusos, aprendimos la mecánica y con
decisión cruzamos.
El primer cambio que apreciamos
fue que el sendero era casi inexistente y que zigzagueaba entre las peñas. El
esfuerzo para avanzar era mucho mayor. Empezamos a sudar con profusión. El sol
se empleaba a fondo. El río siempre estaba a nuestro costado izquierdo.
Nos sorprendió que hubiera tanta
gente mayor y tan mal equipada. Hasta entonces sólo habíamos visto gente joven
y con buen calzado. Nosotros nos ayudábamos con los bastones, cada uno con uno
de ellos, y demostraron su utilidad. Nos daban seguridad en aquel terreno de
piedras húmedas, barro y sendas resbaladizas. Pero la gente se las apañaba como
podía y continuaba el avance.
Quizás porque el paisaje
compensaba todas las dificultades. Aquel tajo en el terreno aún era amplio y
sus paredes quebradas formaban pequeños miradores con singulares vistas. El
sonido del río apagaba el de nuestras respiraciones aceleradas.
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