Cuando llegamos al aparcamiento
estaba casi lleno. Aparcamos en uno de los escasos huecos, tomamos la mochila
de Jose, cargamos agua y los palos. No queríamos llevar demasiado peso.
Un panel explicaba las
diferentes rutas. Una de ellas se alejaba hacia la izquierda y se prolongaba
más de 20 kilómetros. La que subía hasta la cascada pasaba por diferentes
grados de dificultad. No tomamos la prevención de hacer una foto con el
recorrido y luego nos arrepentimos de ello.
Era una buena época para
emprender la caminata, que se calificaba como moderadamente difícil en el
primer tramo, hasta el río, y como difícil posteriormente. Avanzaríamos hasta
dónde pudiéramos. Nos esperaban dos horas de caminata en cada sentido.
La primera parte no ofrecía
mayor complejidad para el caminante. La pendiente ascendente era suave, la
senda muy llevadera y el paisaje era atractivo. Cruzamos varios regatos con
escasa agua. En otras épocas del año, con más caudal, implicarían vadearlos con
alguna dificultad. Las huellas en las piedras así lo vaticinaban.
El cielo estaba despejado y
hacía un poco de calor. Charlábamos de forma intermitente. Al alcanzar el río y
una cueva paramos para hacer unas fotos. El tajo en el terreno era evidente y
nos imaginamos a la ballena mitológica arrastrándose por el cauce y trepando
hacia la montaña. Al frente, unas rocas hoscas dejaban otro hueco aprovechado
por otro riachuelo. Las sombras simulaban haber dispuesto un nevero o una
pequeña acumulación de hielo, como un fino y diminuto glaciar.
Estaba claro que había que bajar
al río para cruzarlo, pero tomamos el camino equivocado. No sé si contribuyó
que nos acompañó una pareja de San Francisco totalmente convencidos de que
habíamos tomado la decisión adecuada. Y cuando nos pasaron, los convencidos
fuimos nosotros. Lo primero que me extrañó es que íbamos en sentido contrario.
Luego, que la bajada al río era complicada. Y que la senda fuera más ancha y
trazada por un vehículo. Cerca del río había una casa, quizá la que se
utilizaba para guardar aperos de la granja.
Sobre el río, mucho más ancho
que el que habíamos contemplado antes, había un puente y junto a él un cartel
con un nombre que me recordó a la otra ruta.
-Me temo que nos hemos
equivocado- comenté a Jose.
-¿Qué hacemos?
-Regresar.
-¿No habrá algún atajo?
Ya lo habíamos intentado con los
americanos y nos habíamos puesto finos de barro. Nos miraron interrogativos,
como si nos culparan de aquella situación.
Un par de minutos después de
iniciado el regreso topamos con otra pareja de norteamericanos a los que
explicamos que esa no era la ruta hacia la cascada. Se unieron a nosotros y con
su fuerte ritmo se alejaron pronto.
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