La vinculación de Akranes con
Irlanda procedía de sus primeros pobladores que, hacia el año 900, se
instalaron en el lugar. Fueron los hermanos irlandeses Thormódur y Ketill,
hijos de Bresi. Su recuerdo era la excusa perfecta para celebrar la Semana
Irlandesa en la primera semana de julio.
El pueblo moderno se desarrolló
mucho más recientemente, a principios del siglo XX, gracias a la pujanza de la
industria pesquera. Actualmente, contaba con unos 7000 habitantes, los baños
termales de Gudlaug, junto al mar, la playa de Langisandur y un museo
etnográfico interesante.
Aún quedaba una buena parte de
la tarde, risueña y soleada. Buscamos el camping y la piscina municipal. Ésta
cerraría pronto (el flujo de familias que salían era constante) con lo que la
oportunidad de disfrutar de un baño con gentes locales se esfumó de inmediato.
En el camping había cuatro
vehículos y mucho espacio. Aparcamos mirando al mar y buscamos la caseta de
recepción. Apareció una mujer de mediana edad, activa y simpática, que nos
cobró y nos aconsejó que estuviéramos atentos esa noche porque había altas
posibilidades de auroras boreales. Claro que para contemplarlas tendríamos que
permanecer despiertos quizá hasta altas horas de la noche.
Un pequeño montículo separaba el
camping del mar. Sobre ese montículo discurría un sendero que se adentraba en
campos donde pastaban plácidamente unos caballos. A nuestra izquierda, se
vislumbraba el faro. Al frente, los brazos de los fiordos se introducían en las
aguas y las nubes acariciaban sus cabezas. Afinando la vista contemplamos el
glaciar Snaefellsjökull y su cima blanca. El mar ofrecía un atrayente color
azul que vibraba con la agitación de las tenues olas que golpeaban los
escollos. Los patos se movían con calma y ninguno de ellos se animó a volar.
Iniciamos un paseo por los
campos y nos acercamos a los caballos de largas crines y colores ocres. Comían
sin cesar, no alzaban las cabezas. Pasaban olímpicamente de nosotros.
Aquella explotación agropecuaria
animaba a prolongar los pasos bordeando las rocas de los acantilados bajos. El
sol proyectaba largamente nuestras sombras.
Después de tan azarosos días era
una gozada disfrutar del sol y relajar nuestros cuerpos y nuestras mentes, que
exigían descanso, una actividad más placentera, una marcha más suave.
Para el ritual de la cena
contamos con un aliado inesperado: un hervidor. Con su ayuda, el agua para los
espaguetis entró en ebullición fácilmente, lo que nos permitió prolongar la
relajación y gozar del atardecer sentados en nuestros sillones de mimbre
(pertenecían a una terraza instalada en el camping), como si estuviéramos en
una función de teatro. Fuimos la envidia del lugar. Un chocolate caliente nos
animó a prolongar la observación del cielo. Y a charlar un rato más. No hubo
suerte con las auroras boreales.
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