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Una saga islandesa en autocaravana 136. La cueva Vidgelmir y Hraunhellir II


El hundimiento del terreno que servía de acceso era brutal. Era un socavón gigante donde la destrucción había respetado un arco que formaba un puente geológico. Cuando nos comentó que la gente se subía a él para hacerse fotos se nos pusieron los pelos como escarpias. Tomamos la escalera de madera y nos dejamos devorar por el inicio de la cueva. Allí, aún con luz natural, nuestro guía continuó sus explicaciones.
Los resultados de las distintas erupciones y coladas de lava se traducían en diferentes estratos de rocas fácilmente visibles. Era basalto de varias tonalidades que a su vez se desdoblaban en otros colores por influencia de las bacterias.

La existencia de las cuevas era conocida por las gentes del lugar. En Snaefelness supimos que se utilizaban para resguardar al ganado. También fueron el improvisado hogar de los fugitivos. Los proscritos podían ser abatidos por cualquiera, lo que les convertía en un blanco fácil. En estos lugares encontraron protección a cambio de unas condiciones de vida tremendas. El frío húmedo podía resultar insoportable, como comprobamos, y el alimento se reducía a hierbas y poco más. Activamos los lumos y pasamos a la oscuridad.
La primera parte era un túnel estrecho y bajo que pasabas sin demasiadas incomodidades si no eras demasiado grande. Comprobé la eficacia del casco un par de veces al rebotar mi cabeza contra el techo.
Las estalactitas y estalagmitas que se formaban eran muy pequeñas, como granos en la piel de la gruta. Las más espectaculares que había visto en otras cuevas eran fruto de las rocas calcáreas. El basalto impedía esas columnas largas y espectaculares. El agua goteaba desde el techo y se escuchaba su rumor.

Todos nos preguntábamos cómo se había formado esa oquedad en el campo de lava. El culpable era el agua. Aquella masa abrasadora había sido atravesada por el agua y había dejado aquel vacío en la estructura que, lógicamente, no era compacta en su totalidad.
Para terminar, el guía realizó una experiencia que ya había vivido anteriormente: apagar las luces. La oscuridad total y el silencio provocaba un efecto en el ánimo sobrecogedor. De habernos movido nos hubiéramos desorientado.
Después de visitar la cueva regresamos a Reykholt y comimos en una mesa con bancos cerca de la iglesia. Desplegamos el camping gas, la lluvia no se decidió a caer, el viento nos respetó y conseguimos preparar una deliciosa sopa de sobre que dedicamos a nuestro querido Snorri.

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