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Una saga islandesa en autocaravana 133. Halldór Laxness.



Encontramos la memoria de Halldór Laxness en varios lugares de nuestro viaje. La campana de Islandia estaba parcialmente ambientada en el obispado de Reykholt, en Thinvellir, de donde se retira la campana que simboliza su soberanía, y otros lugares del oeste. Bajo el glaciar, de 1968, se situaba en la zona de Snaefellsjökull. La base atómica, de 1948, gira en torno a la instalación de bases americanas en la Islandia recién nacida a la independencia. Su casa museo en Mosfellsbaer estaba cerca de Reikiavik, en el entorno del Círculo Dorado.
Ninguno de los dos conocíamos a este autor que ganó el Premio Nobel en 1955. Lo descubrimos en la guía y en Crónicas irlandesas, de John Carlin. Cuando intenté encontrar uno de sus libros más renombrados, Gente independiente, de 1934, me topé con la realidad: estaba descatalogado. En las librerías de antiguo su precio era muy alto. En algún artículo se calificaba como uno más de los Nobel olvidados. No así en Islandia, donde es un héroe nacional y un referente para todos los autores posteriores. Era un imprescindible, un mítico escritor que había dejado escuela.
Nació en 1902 y su nombre de nacimiento, que seguía los patronímicos islandeses, era Halldór Gudjonsson. Laxness era el nombre de la granja en Mosfellsbaer donde transcurrió su infancia. Su biografía es apasionante, como su personalidad. En 1922 ingresó en la abadía benedictina de San Mauricio en Clervaux, Luxemburgo, donde se convirtió al catolicismo. Lo abandonó poco después, al entrar en contacto con el socialismo y el comunismo en Estados Unidos, impresionado por las consecuencias del Crack del 29 y la Gran Depresión de los años 30. Había cruzado el charco para hacerse guionista en la floreciente industria cinematográfica. Ciertas publicaciones provocaron su deportación. Sin embargo, Gente independiente cosechó un gran éxito en Estados Unidos. Viajó a la Unión Soviética en tiempos de Stalin. Abandonó el comunismo a raíz de la represión soviética en Hungría.
Viajó por medio mundo y mantuvo una actitud ante la vida que calificaría de rompedora. Fue un crítico de la sociedad que le tocó vivir y ese espíritu lo trasladó a sus obras, de ahí su carácter universal. Lo eterno humano se fusionaba con su gran conocimiento de la tradición de su país, de las sagas y las eddas. La Academia Sueca le concedió el Nobel “por su obra épica imaginaria, que ha renovado el gran estilo narrativo islandés”. El profesor Wessin, de la Academia, en el discurso de concesión del premio, afirmaba que “exige un enorme vigor renovar en nuestros tiempos un arte cargado de tanta tradición”.
En su vejez sufrió Alzheimer, una enfermedad que le arrebató la memoria de sus obras. Un injusto final para tan insigne escritor.

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