Desde que entramos en el sur de la península el cielo se fragmentó en parcelas azules y agrisadas. El sol respetaba los colores imaginativos de las formaciones rocosas y de las cuevas. El frío era soportable.
En Arnarstapi homenajeaban a Bárdur, el espíritu guardián de Snaefell, mezcla de trol y humano gigante, protagonista de la Saga de Bárdar. Era una figura hecha de piedras, junto al acantilado, muy popular. Quizá fotografiarse con él transmitía su ancestral protección al visitante. Miraba hacia una poderosa montaña cercana y daba la espalda al mar.
Nos acercamos a los acantilados que mostraban columnas basálticas y ofrecían una amplia cueva. No creemos que fuera Badstofa, otro referente en nuestras lecturas. Las aves descansaban sobre aquellas peñas.
Pocos kilómetros después llegábamos a otro lugar de la Saga de Bárdur: Raudfelsgja. Era una estrecha grieta en la montaña que alcanzamos tras una pequeña caminata. Se cuenta (lo leímos en un panel) que Bárdur llevó a su sobrino Raudfeldur a esa cueva como castigo por haber empujado a su hija Helga, que cayó sobre un iceberg que apareció en Groenlandia. Después de aquello Bárdur se refugió en el glaciar y no se volvió a saber de él.
Desde la entrada la vista hacia los campos y el mar era imponente. Provocaba unas lagunas y tierras bajas que atravesamos posteriormente. La montaña permanecía presente con su rostro desnudo. Del interior de la cueva desaguaba un pequeño riachuelo que obligaba a llevar cuidado y a pisar sobre las piedras. Las gaviotas se habían instalado sobre pequeñas rocas y nos miraban inquisitivamente. Probablemente estaban empollando y aquel trasiego las importunaba considerablemente. Más aún cuando a una chica se le ocurrió hacerle una foto a pocos centímetros, lo que provocó que todos los de alrededor quisieran imitarla, con el cabreo del ave, que agitó las alas, lanzó el poderoso pico y un pequeño grupo acabó chapoteando en el arroyo.
La luz cenital se filtraba en la oscura grieta. Unos metros después se abría un espacio más amplio y luminoso. Los fieles al postureo se metieron por todas partes. Seguro que algún tobillo se cobró como tributo el espíritu del cañón.
Nos alejamos un poco de las montañas y aparecieron campos bien cuidados, ovejas que pastaban silenciosas, una presencia humana punteada sobre el paisaje. Las nubes se alejaron y el pico del glaciar se ofreció en todo su esplendor. Bajamos del coche y lo degustamos con calma.
Estábamos en la zona de Breidavík, asociada al asesino en serie más conocido de Islandia: Axlar-Björn. Este oscuro y siniestro personaje nació hacia 1550. Vivió en la granja Öxl y tenía por fea costumbre hacer gala de su hospitalidad con los viajeros, a los que invitaba a refugiarse en su propiedad. Lo que no sabían aquellos incautos era el final que les esperaba. Asesinó a dieciocho personas, aunque sólo reconoció nueve crímenes. Se sacaba un sobresueldo con lo que les robaba, tanto dinero como ropas. Le ejecutaron en 1596.
Aún hubo tiempo para disfrutar de otras anónimas cascadas que amenizaban las montañas.
No volvimos a parar. Salimos de la península, enfilamos hacia el sur y devoramos kilómetros hasta Bogarnes.
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