Foto de Javier Díaz Monge
Las expediciones hacia occidente no cesaron y estuvieron marcadas por una combinación de tenacidad y aleatoriedad. Norteamérica estaba muy cerca y sólo era cuestión de tiempo que toparan con ella.
Uno de los que acompañó a Erik el Rojo fue el padre del mercader islandés Bjarni Herjolfsson, que en el 986 regresó de Noruega tras pasar el invierno por aquellas tierras. Bjarni decidió salir en busca de su padre. No pudo reunir datos sobre el lugar hacia el que se había desplazado. Enfiló hacia al oeste y debió confiar a la buena voluntad de los dioses, que premiaron su aventura. Pero antes, tuvo que sufrir el capricho de los vientos que le desviaron hacia una zona arbolada y de elevadas colinas. Aquello no coincidía con las descripciones facilitadas. Con gran enfado de su tripulación mandó continuar apareciendo nuevos lugares tan atractivos como diferentes a lo que buscaba. Y la suerte le sonrió alcanzando el lugar donde se había establecido su padre.
Hacia el año 1000 regresó a Groenlandia y fue visitado por Leif Eriksson, el hijo de Erik el Rojo, que manifestó un claro interés por las descripciones de Bjarni. Tanto que le compró el barco, reunió una tripulación con parte de los hombres de Bjarni y se lanzó a explorar aquellas tierras del oeste.
Probablemente, alcanzó la costa de la Tierra de Baffin antes de llegar a la península del Labrador. Se sorprendieron con la abundancia de árboles. El lugar era idílico por su buena temperatura, la abundante pesca y los pastos.
Fue Thorvald, hermano de Leif, quien realizó un segundo viaje a aquellos pagos que habían bautizado como Vinland, tierra de las uvas, por la profusión de uvas silvestres. Corría el año 1004. Ampliaron las exploraciones y tuvieron el primer contacto con los indígenas, que se saldó con varias muertes. Los indígenas atacaron con más efectivos. Transcurrió poco tiempo hasta que se vieron obligados a abandonar aquellos asentamientos.
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