Mientras avanzábamos por la carretera nos imaginamos cómo sería pasar un invierno en aquellas tierras. El invierno podía influir en la psicología de la gente y directamente en su ánimo. La oscuridad sería casi permanente, el frío, intenso, la nieve el mejor compañero en las calles y caminos. La sensación de noche sin tregua podía ser abrumadora.
-Cuentan que la gente que viene de fuera se acaba acostumbrando -comenté con Jose, y pensé qué remedio había- pero no sé si me podría adaptar a tantos días sin sol, al previsible aislamiento al estar condicionado por el tiempo. Creo que me acobardaría por sus inclemencias.
Recuerdo algún invierno en Madrid más lluvioso de lo normal y el sentimiento de estar encarcelado. Me deprimía sin las caricias del sol, sin la luz que penetraba por los ventanales. No me apetecía salir a la calle, quedar con gente, socializar, en definitiva. Quizá porque me quedaba la esperanza de ese cambio inmediato en el tiempo, de que el sol era un compañero vibrante y permanente para los españoles. En Islandia, esa esperanza era más remota y se trasladaba quizá al final de la estación, como expresaba uno de los personajes que La sombra del miedo, de Ragnar Jonasson: “A veces, en primavera, te despiertas con la niebla envolviendo el fiordo de tal modo que ni siquiera ves el mar y, a lo sumo, logras distinguir uno o dos picos de montaña como flotando en el aire. Luego, de repente, se despeja y asoma el sol. Cuando hayas experimentado un día así, nunca más querrás mudarte”.
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